El pescador, triste, caminaba con su cabeza gacha. Atardecía esa tarde cálida, hermosa de un verano que se retiraba. Ya el sol se escondía casi, flotando rojo en el horizonte. Atardecía, se iba el día, como se iba la esperanza del pescador. El pescador enamorado había decidido apagar el fuego. Sufría demasiado por ese amor irreal, sin respuesta. Amar una princesa de cuento era lindo como un cuento, pero él estaba vivo, en un mundo real. Necesitaba amor real, como también la princesa lo necesitaba. Y solo podía amarla en sueños, o en cuentos.
Por esta irrealidad pura, pero no gratificante, es que decidió ir a la isla y terminar con la relación. Había decidido olvidarla. No podía olvidarla, a ella, a la mujer, pero si podía olvidar la relación. Trataría de no acercarse a la isla, de no rondarla, de no pensar en la mujer de la isla. Si la sonrisa de su alma, del alma de la princesa, le llegaba a la mente, trataría de pensar en su mujer, la mujer de la playa, la que siempre amó.
Todo esto pensaba el hombre mientras caminaba, descalzo, sintiendo el fin de las olas mansas. Había salido a caminar aprovechando que su mujer había viajado a una isla vecina a visitar a su hija. Se quedaría dos días, y él trataría de hablar con la mujer de la isla para decírselo. En realidad, no necesitaba decírselo, porque ella no había de cambiar. Lo amaba como amigo, y aun habiéndola llamado princesa y regalado su corazón, ella seguía amándolo igual. Y lo que él dijera ahora, nada cambiaría.
Caminaba mirando la playa, donde las olas dejaban su marca. Una línea de caracoles, algas, restos de maderas, peces muertos, marcaba el comienzo de la tierra, y el fin del mar. Algunas veces levantaba su vista y allá donde los celestes ya casi grises del atardecer se unían en el horizonte, observaba el punto verde de la isla de la mujer. La recordaba, y de recordarla, se estremecía y la amaba. Pero ya basta. Basta de soñar imposibles, de futuros inexistentes, de posibles realidades dolorosas. El agua de las olas le enfriaba los pies, pero su cabeza ardía de amor y de dolor. Ya basta.
En la realidad no es tan fácil llorar como en los cuentos, y por eso, no lloraba, cuando algo le llamó la atención sobre la playa: una botella verde, que parecía contener un papel. La tomó, la abrió, y encontró un escrito. Lo leyó. Eran reflexiones sobre el amor, y sorprendido, le pareció que se referían a su relación con la princesa, o la mujer de la isla. Parecían un relato de la relación de ensueño que él tenía con la mujer, y de pronto parecían representar una correspondencia, una aceptación y hasta un requerimiento de amor. El cuerpo y los sentidos formaban parte de una relación que solo era de almas hasta recién. Pero el golpe llegó al final, cuando leyó el seudónimo de quien la firmaba. El lo sabía. Era ella, la mujer de la isla la autora de las reflexiones de amor.
El corazón del hombre se aceleró, latió fuerte, y la sangre llenó su cuerpo de latidos. Su cerebro se confundió, su alma excitada se confundió. Sus sentidos se confundieron y las algas florecieron. Los peces saltaron en el mar y las ballenas aparecieron cantando junto a la costa, lanzando fuegos artificiales de sus lomos gigantes. Los delfines dibujaron arco iris con las estelas de sus saltos. Los huevos de caracol se convirtieron en adornos navideños y la música de las olas fue una sinfonía de alegría. La misma alegría que llenaba el corazón del hombre, que se sentía amado por la mujer que soñaba. Amado, como él amaba.
Corrió, sin pensar, hacia la barca. Todos sus pensamientos tristes eran ahora felices. No sentía tristeza ya. Era feliz de ser amado.
Apurado, puso en marcha la barca en la noche ya, y zarpó. Un rato luego, a mitad de camino, dejó que el bote marchara solo, y se sentó a la proa, mirando su destino, la isla de la mujer que amaba y lo amaba.
Rilaba la luna llena, enorme, sobre las olas. Casi no se movían, dormidas en esa noche clara, cálida, serena, sin viento. En el horizonte se agrandaba la isla de la mujer, y el corazón del hombre saltaba, pleno de felicidad y alegría. Hacia allá iba, loco de amor, hacia un ensueño hecho realidad.
Soñaba llegar a la playa y encontrarse con ella… Esperaría a que ella sonriera, para sentir los escalofríos de placer, y entonces la abrazaría, apretándola suave, hasta que sus corazones latieran al unísono, juntos uno y otro.
Luego, miraría sus labios, mil veces besados en sus cuentos, y una vez mas, los besaría con sus ojos. Y pronto, sus labios acariciarían los de ella, amorosamente, dulcemente, hasta convertirlos en jugosos de amor.
Y soñaba recorrer su cuerpo con las manos, casi sin tocarlo, volando de valle en valle, de montaña en montaña. Y surcar montes y desfiladeros con sus dedos enamorados, y por fin en un roce firme de la mano apresar de cada prominencia y cada abismo el fluyente y creciente amor de ese cuerpo.
Los labios se unían a los labios, las manos a las manos, los ojos a los ojos… Pero el sueño seguía, confundiendo los ojos con cada centímetro de piel, los labios con los senos, las manos con sus placeres, entrelazándose, enredándose en un nudo de amor.
Cuantos sueños en cada roce…Cuanto amor en cada beso, amor ya antiguo, guardado durante meses…
Cuanto deseos imaginados, largo tiempo escondidos en esas manos ansiosas de amada humedad… ¡Y cuan firme el abrazo, para que no se aleje nunca ya!
Y las manos que ahora temblorosas y rápidas buscan intimidades entre bosques cálidos… Y el cuerpo henchido ansioso de llenar espacios…
Y por fin, el cielo, el éxtasis, allí, en la profundidad del cuerpo, haciendo brotar a uno y a otro, el grito del amor.
Y quedaban, relajados sobre la playa dos cuerpos amantes, sin límites ya entre uno y otro, un solo cuerpo para dos almas en esa noche irreal.
Todo este sueño de fantasía transcurría la mente hirviente del pescador, en la proa de su barca, cuando la marcha se interrumpió con un pequeño golpe. Distraído en sus pensamientos de amor, no percibió que se acercaba a la playa y rozó un bajo. Volvió a la cabina, tomó el timón y retomó el rumbo. Fue entonces que sucedió. Caído al lado del timón estaba el retrato de su mujer, la que amaba desde joven. Lo tomó en sus manos, y lo miró. Vio ese rostro joven y feliz, lleno de vida futura. Vio los sueños que ambos soñaron. Y lo abrazó como si fuera ella, y lloró, por él y por ella. Lloró espasmódicamente, incontenible, casi como en un grito de amor. No. Nunca lo haría. Nunca su cuerpo rozaría otro, nunca sus manos explorarían otro cuerpo, aun de alguien amado. No podría. No tenía agallas para lastimar a su mujer, o tal vez, hasta la amaba mas que a la mujer de la isla. No lo sabía, pero lloraba dolorido. La luna se hizo borrosa detrás de sus lágrimas, que le llenaban la boca de sal.
Decidió regresar, pero no pudo. Aún amándola menos que a su mujer, la amaba demasiado. No podría vivir sin su mujer, pero tampoco sin ella. Tenía que decirle lo que sentía, cuanto la amaba, pero que la amaba menos que a su mujer. ¡Ojalá la barca se hundiera ya!
Había creído amarla más que a nada en el mundo, pero aún así era incapaz de dejar a su mujer. Se sentía malo y mentiroso.
Por fin, llego a la isla. Ella estaba, como en el sueño, en la playa y esperándolo, intuitiva. Al ver su rostro confundido, adivina desde siempre, habló: “Te llegó una botella con un mensaje…” “Mira, tengo muchas de ellas… Las lancé al mar para divertirme, porque amo escribir, porque amo amar escribiendo” “No eran para ti, eran para el amor”
El pescador no sabía si reír o llorar, y lloró y se rió. Lloró su tristeza de no ser el destino de su amor, y rió, dolorido, la alegría de que ella no lo amaba. Lloró triste de no ser amado, y rió, feliz de no ser amado.
La mujer de la isla, siguió hablando: “Te quiero mucho, como amigo. Te respeto como hombre. No quiero que te alejes de mí, pero no te acerques mas.”
El pescador no necesitó de otras palabras. Tomó su mano, que ella no retiró, y la besó. “Nunca olvidaré cuanto te amé hoy. Nunca te olvidaré” “Regreso a la isla de mi mujer y seré feliz, tranquilo”
Por la mañana siguiente, despertó plácido. No había regresado su mujer aún, y la extrañó. Pensó en la princesa de la isla, y la extrañó.
Decidió viajar hasta la isla donde estaba su hija, porque las extrañaba, y para sorprenderlas. Recogió flores de un jardín cercano, hizo dos ramos para su mujer y para su hija. Pero había un pequeño pensamiento en un rincón, violeta y amarillo. No supo por qué, pero lo tomó con suavidad y lo besó.
Luego en su casa se puso a escribir:
Gracias, Señor, por haberla creado,
Por dejarla existir bella,
Por darle su alma pura
Y por su sonrisa irreal, gracias
Gracias por su dulce suavidad,
Por sus ojos lindos,
Por sus sonrojos rojos,
Y por su mirada pícara, gracias.
Gracias por su risa contagiosa,
Por su bondad plena,
Por su intuición mágica,
Y por dejarme desearla, gracias
Gracias por dejarme conocerla,
Por dejarme soñarla,
Por dejarme amarla,
Y porque no me amó, gracias.
Tomó el papel, el pensamiento amarillo y los introdujo en una botella verde.
Mientras viajaba hacia la isla de su hija, la tiró al mar. Como a su propio amor, ya nunca lo vería tal vez. Como su amor, viajaría por el mar eternamente, sin llegar quizás a destino. Y llegaría quizás a un destino, no comprendido. Pero no importaba. No importaba más que amar. Y porque amaba, en ese pensamiento puso todo su amor y en la botella lo encerró para siempre. No puso una lágrima en la botella, porque no lloró. Amaba, amaba por demás, y era feliz. Aún en un ilusión, ella lo había amado
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