Cuando llegué a casa había un mensaje en el contestador. Una voz de hombre decía que debía ir a recoger un paquete y daba una dirección. La voz del hombre no me era conocida. Rebobiné y escuché varias veces el mensaje, pero no fui capaz de sacar nada en claro y decidí olvidarme del asunto. Así fue.

Dos días después, alguien deslizó un papel bajo la puerta mientras yo estaba en la cocina. Oí claramente el sonido de la hoja resbalando sobre el suelo. Fue como el suspiro de un amante solitario. O como el siseo del cuchillo abriéndose paso a través de una lechuga de hojas muy prietas.

La hoja decía que, puesto que no había ido a recoger el paquete, éste corría un serio “riesgo de muerte”. Y ahora, además de facilitarse las mismas señas que en el mensaje anterior, se especificaba una hora de recogida.

La dirección era un bloque de pisos de los suburbios de la ciudad, con pocos comercios y muchas zonas de árboles escuálidos. Como era media mañana, había poca gente en la calle. La puerta del edificio estaba abierta y entré y subí hasta la planta señalada y llamé a la puerta. Nadie contestó. Insistí varias veces y, al cabo de diez minutos, opté por marcharme.

Pasaron varias semanas y llegó el verano.

Apenas quedaban tres días para que comenzaran las vacaciones y alguien llamó a la puerta. Fui a abrir, pero el descansillo estaba vacío y en el suelo había un paquete no demasiado grande. Lo cogí y advertí que casi no pesaba nada. No llevaba mi nombre y tampoco remitente ni indicación o signo escrito alguno. Sólo el papel cubriendo lo que fuera que hubiera dentro. Papel de envolver marrón como la arena utilizada en las obras. O como las galletas demasiado tostadas y con sabor a madera vieja.

Abrí el paquete y dentro sólo había una hoja con la siguiente frase escrita a máquina: “Estoy muerto”.