Cae la noche. La luz del día se esfuma poco a poco, apagándose sobre los viejos muros de las casas. Las calles angostas y tortuosas son las primeras en recibir la visita de la nueva oscuridad. Desaparecen las sombras, diluidas en el negro que se adueña de todo. Una luz allí, otra allá, colgadas en las esquinas de no todas las calles y callejuelas, forman como islas donde aun se pueden distinguir colores y formas. Recortados lugares donde por un momento las sombras reaparecen.
Camino solo, entre paredes de piedras tan antiguas que pueden contar historias de siglos. Escucho mis pasos sobre las calles y plazuelas aun enlosadas de piedras. Silencio y aire fresco de noche de verano. La paz de la noche y su recogimiento inunda toda esa parte del pequeño pueblo. El cielo, cuajado de estrellas, parece tan cercano que dan ganas de alargar la mano y robar alguna de ellas. Camino relajadamente, entre la oscuridad solo iluminada por ellas y por las pequeñas islas de luz que jalonan partes del camino. Silencio, paz, recogimiento, sensaciones que hacen que me sienta más cerca de mi, más en comunión con lo que me rodea.
Enfilo la calle, en suave cuesta, que desemboca a la plaza del pueblo. Se adivina ruido lejano, que se hace más presente cuanto más desciendo por la calle. Acabo por llegar al barullo de la plaza. A sus terrazas de verano, a su gente compartiendo y bebiendo. Alegría, vida, esparcimiento. Me siento en una vieja silla de aluminio y pido un café con hielo. Saludo, me saludan. Se suman más personas a mi mesa y ya soy uno más del vocerío.
Me gustan estas noches, me gusta esta plaza, pero sobre todo me gusta, el camino que me lleva a ella.
|