Mi garganta estaba malita, muy malita. Dudando entre cerrarse definitivamente o esperar unos días para hacerlo igualmente. La pus la había colonizado y no la dejaba. Al igual que nuestras colonias intentaban deshacerse de sus opresores -mis muy dolientes reyes-, yo intentaba salvar mi vida de una muerte segura en breve. Con la fiebre y el delirio llenando mis horas y sin saber donde estaba, me vi rodeada de hábitos negros. ¡¡Puaf, que asco, escarabajos negros por todas partes!! Mis manos cada vez más pequeñas y mi mente más perdida. No sé que maravilla tendrían esas madres yermas y con el útero seco -al igual que sus tetas y sus bocas-, que empecé a situar donde me hallaba. Si, estaba en un hospital o quizás en un convento. ¡No, en un convento no, por favor! Creerían que si me curaba me quedaría en aquel lugar. ¡¡Eso nunca!! Antes prefería asfixiarme en mis propios abscesos de pus en aquel mismo momento que vivir en los votos de pobreza -bastante había pasado como para seguir toda la vida de esa forma si caía la breva de encontrarme con algún ápice de riqueza-, castidad -yo me río, ja ja ja, de esas que se dicen casta o vírgenes, que cuando a una le pica tiene que tener quien se lo rasque y se lo coma- y obediencia -eso, obediencia a quien siempre ha sido libre, se ha criado en la calle y ha hecho lo que le ha venido en gana toda su vida- y algún otro que yo desconozco y quizás sea incluso peor que esos.
La cuestión es que me recuperé, con trabajo y tiempo, pero lo hice. Y si, estaba en un convento. Una gran casa o más bien un palacio rodeado todo de una tapia altísima que no había quien la pudiera saltar. Y ni hablar de salir por la puerta. Esos escarabajos negros solo sabían decir que la providencia me había llevado allí y que Dios -su dios, ya que yo nunca había visto ninguno y no tenía relación con ningún diosecillo de esos- me había salvado y que mi deber era quedarme a honrarlo hasta que me llamara ante él en el día de mi muerte. Como que se creían que me iba a esperar a que muriera para verlo, si quería verme que viniera ya y termináramos de una vez, de todas formas querría lo que todos quieren. Es que hay cada tipo más raro por ahí, mira que gustarle las muertas para unirse a él, pues a mí que no me espere.
Estaba visto que por las malas no saldría de allí, si me revelaba mucho podían llamar a la inquisición acusándome de yo que sé que cosas y hacérmelo pasar bastante mal, la tapia ni pensarlo, me partiría la crisma si lo intentaba. Solo quedaba el ingenio, esperar el momento adecuado y escapar sin que lo pareciera. Pues nada, a esperar se dijo. Mientras, me pegué a la cocina, les conté una historia fantástica: una vez los reyes pasaron por la posada en que yo trabajaba y se quedaron maravillados ante una antigua receta que yo solo conocía. Que me esperaban en la corte para preparársela. Esto también lo conté para ver si de esa forma me dejaban marchar, pero nada. Por lo menos me sirvió para estar en un lugar calentito, hartita de comer y evitando tanto rezo con la excusa de que siempre había algún guiso al fuego que cuidar.
Por lo menos aprendí algunas recetas secretas y ahora me río de ellas, ya que gracias a esto ahora tengo lo que nunca tuve y soy dueña de un próspero negocio: una chocolatería. La primera que existe, y en plena Sevilla. La cosa fue como sigue. Con la promesa de que les enseñaría esa comida que tanto entusiasmó a los reyes, empezaron a rondarme y hacerme halagos, con la idea de que se la enseñara y de esta forma hacerles ese "maravilloso plato", ganarse sus favores y hacer que sus conventos fueran de los más fuertes de España. Yo les decía de vez en cuando un condimento, naturalmente muy difícil de conseguir, para así alargar la cosa y que no me fueran a coger. De esta forma les llené de frutas exóticas imposibles de conseguir y que había oído nombrar a algunos marineros que daban la vuelta al mundo, de especias raras y muy caras que solo se traían de la China -la China sonaba muy lejana y por lo menos en la ida y la vuelta se necesitarían varios meses, seguramente tanto tiempo como para ir a las indias-, de carnes de animales inexistentes cuyos nombres había escuchado por lejanas tierras. Las monjas -esos horripilantes escarabajos negros- cada día más mosqueadas, o mejor dicho ya no con una mosca detrás de la oreja, sino con un abejorro con zumbido constante.
Algunos tomaban un cacao preparado con agua y fuertes especias, muy vigorizante pero que sabía a rayos y no se podía beber sin taparse la nariz para no paladearlo. Daba gran fuerza y a los enfermos si no los mataba por el mal sabor los restablecía y se recuperaban mucho más pronto. Yo sabía que las monjas lo tomaban en otra forma, con eso fue con lo que me curaron, pero solo lo tomaban las señoras o cuando alguna de las otras, incluida yo, estaba muy enferma. Entre los delirios de la fiebre recordaba un agradable sabor que no podía especificar y empecé a asociarlo con esa bebida mágica que corría como un rumor por las paredes del convento. La receta solo la podía saber una monja vieja y enormemente gorda, según decían debido a los excesos cometidos con la bebida especial, muy afable, que se metía en los hogares del convento cuando todas dormíamos cada noche. No era la encargada de la cocina, sin embargo su autoridad estaba por lo alto de esta y hacía y deshacía a su antojo, ese era su reino. No fue difícil hacerme su mano derecha ya que yo, según les hice creer, conocía una formula especial que hizo exaltar los sentidos de la más alta esfera humana, delante de ellos solo estaba su dios. Tardé meses, pero lo conseguí, la mezcla de cacao, harina de maíz, leche, agua y azúcar era la perfecta. Cuando lo tomabas el espíritu se elevaba y todo el cuerpo se hacía leve, flotabas en un mar de placer. Seguramente eso sería lo que ellas esperaban alcanzar y por eso aguantaban pasar por esa cantidad de calamidades para poder saborear, ya de viejas, el preciado chocolate.
Allí seguía esa enorme tapia y la única puerta cerrada a cal y canto. ¡¡Y yo tenía que salir de allí de una vez!! Que llevaba más de seis meses sin catar una buena verga y eso no lo recordaba ni en mis peores tiempos. Allí mucho rezo, mucho flagelamiento, mucho ayuno, mucha obediencia, pero ni por esas mi entrepierna se acallaba. Al principio la cosa de robar la receta del chocolate me tuvo entretenida, pero ¡leches! si ya la tenía a que esperaba para largarme de allí. Y la providencia, el destino o que sé yo, me echó una mano.
Se hospedó el obispo en aquel lugar,
estaba de paso y con él llegó mi hora de escapar.
Era cuaresma, así que nada de carne
de ninguna especie se podía probar.
Y al igual que ahora, los pareados sin calidad
empezaron mi boca a llenar.
Al ver mi forma de hablar
recordando el plato real,
la superiora ante él me quiso llevar.
Yo por supuesto de inmediato acepté
y ante el obispo me hallé.
Con un plato de carne en una mano
y en los labios versos muy malos.
Con una idea fija sobre mi mente,
salir y vivir del chocolate caliente.
Ya me he cansado de echar tanta rima bodrio, así que sigo relatando de forma normal. Esto solo ha sido una pequeña muestra de cómo hablé ante el obispo. El plato de carne no parecía tal, a la vista eran verduras de toda clase, pero al paladar, uhmmm, al paladar, ni el mejor de los estofados lo podía superar. El obispo encantado de que le pusiera aquel guiso que le parecía a gloria y que, cerrando los ojos a la cuaresma, comía.
-¿Y solo lleva verdura?- Preguntaba disimulando lo que muy bien sabía él, que la lengua la tenía muy ávida para distinguir sabores.
-Por supuesto, su excelencia,
estando en cuaresma no hay preferencia,
no ve que no hay más que tomatillos,
habas, zanahorias, guisantillos,
habichuelas, calabaza, col y especias.
-Si ya veo, pero sabe divinamente. Me parece que vas a venir conmigo y desde ahora serás mi cocinera.
-Encantada, su excelencia,
y todo lo que desee
yo gustosa se lo haré,
gracias a mi gran experiencia.
En ese momento vi en la madre superiora el horror y el disgusto dibujándose en su cara.
Ese mismo día salí de allí con la receta del chocolate que años más tarde me hizo rica. Por supuesto me ocurrieron mil peripecias para escapar del obispo, al que no solo le gustaba la carne de mis guisos sino la mía propia. Sin embargo esa ya es otra historia que ya contaré, pero no aquí entre recetas.
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