Desperté exhausta, había estado llorando, los ojos hinchados. A las seis, esa era la hora... las seis de la tarde y el último adios. Hubiera dado cualquier cosa por no aparecer a la hora indicada en aquel lugar tan gris.
Me dirigí hacia el cementerio lentamente como quien quiere hacer tiempo y arrastra los pies con solemnidad para retrasar el momento al máximo. Sólo era una despedida, tenía que acostumbrarme a la idea, despedirme como tantas otras veces lo había hecho sólo que ahora sería para siempre. Otra vez, las lágrimas, ni siquiera notaba su humedad sólo esa sensación de no saber muy bien que ha ocurrido, de querer volver atrás.
Allí estaba, tomé aire, y entré flotando. Estaban todos... o casi todos, algunos serios otros no podían contener el llanto y también estaban los de expresión indiferente, los que no acunden a la despedida porque nunca han sido conocidos.
Quisé abrazar, besar, dar consuelo a tantos... pero yo misma me derrumbaba a cada paso que avanzaba. Por fin tuve fuerzas, levanté la mirada a la lápida que estaban colocando y... me vi... la despedida era la mía.
Adios