Tal vez porque sea domingo, y los domingos tienen por macabra costumbre entristecerme en profundidad, es que esté anhelando tu calor aplacando al frío despiadado de mis huesos, o quizá palpitando la necesidad de observarte cerca, tenerte al lado mientras veo televisión, mientras tuesto pan, o mientras escribo ilegibles, inconclusas e inconexas palabras sueltas en una amarillenta hoja del cuaderno espiral, con destino a ser arrojada al cesto del exilio, donde todo caduca y concluye.
Quisiera que tu presencia acompañara a la mía en esta angustiosa soledad, que se colma de preciosos gestos, llevándome al extremo de recordar, unicamente tu amplia sonrisa, y tus gris-verdosos ojos fijos en los míos, en aquella fría mañana de café sin medialunas, sobre una precaria mesa del rutinario bar.
Surge la necesidad del inevitable deseo profundo, desde el fondo de mi alma, una voz vagabunda no cesa de suplicar que tus brazos, tus largos brazos, envuelvan este envase que utilizo cada día, y odio por las noches. Este cuerpo, que es tan poco mío, guiado indefectiblemente por la razón, que flota errante entre delirios y realidades, sanidades y cóleras, éxtasis y agonías. Mi razón, que tan perteneciente a tu sonrisa es.
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