Magdalena no podía llorar
No se acordaba de la última vez que había llorado. Sólo sabía que hacía demasiado tiempo que no lo hacía a pesar de haberlo intentado muchas veces. Trató con desesperación de llorar cuando murió su hermana de aquel mal extraño. Habían sido muy unidas, almas gemelas, en el decir popular. Lo intentó de nuevo cuando perdió a Yiyi, la perrita Chihuahua que se quedó en la anestesia antes de que el veterinario comenzara a pulir sus colmillos. Su desesperación llegó al límite cuando murió su padre, después de sufrir una operación de la que no se repuso. Lo vio marchitarse cosido de cánulas, mudo y traspasado por una cruz de metal que respiraba por él mientras el ritmo de su corazón lo marcaban unas esferas que parecían estar vivas. Cuando por fin se fue ella sintió un dolor contundente, seco como el golpe de un martillo, pero ni una sola lágrima se cuajó en sus ojos.
Siempre se anticipaba a los acontecimientos. Antes de que se materializaran eventos inesperados e insólitos, ella los había imaginado o soñado con anterioridad. Se sabía portadora de ese atributo y no se sorprendía por eso. Estaba acostumbrada, era parte de su vida y no se inquietaba ni le sacaba punta al asunto. Sin embargo haber perdido la facultad de llorar era otra cosa. Se preguntaba desde cuándo había dejado de experimentar ese estado de ansiedad que precede a la catarsis del llanto pleno, maduro, el que se desgrana sin miramientos como el desboque de un río crecido o el clímax que conduce al orgasmo.
Una mañana se despertó con la certeza de que algo importante estaba a punto de ocurrir, pero esta vez, a pesar de su clarividencia, no alcanzaba a distinguir qué sería. Pasó una semana a la expectativa hasta que ocurrió aquel anuncio: el Presidente se dirigiría al País. El mandatario se plantó frente al pueblo y, con el filo de una voz capaz de segar gargantas, decretó de un tajo que estaba prohibido llorar. Fue el momento glorioso en que Magdalena estalló en un estrepitoso llanto.