(Bendito sea tu Nombre)
Todo está a punto. Los músicos, la música, el encanto de las viejas partituras. La suciedad hecha belleza. Las luces de neón, a todo trapo. Aquí nada ni nadie huele a Coco Chanel, ni a brillantina ni a franela, sólo el color hecho añil de unas notas decadentemente amargas plantadas en el corazón del pentagrama. Un antiguo códice secreto inaccesible a los profanos, dicen ellos…
Hoy sí, hoy el Jamboreé vuelve a recordar el Jamboreé de las grandes ocasiones, esas veladas de antaño donde todo el mundo, sin falta, perdía los relojes con fruición, despistados con la liturgia embriagante del be-bop y el insulto canalla del juego que se ocultaba. Aquellos tiempos parecen revivir, ni que sea por un día: humo, tabaco, policía, alcohol, alcohol a raudales hasta explotar los topes de las neveras. Por no faltar, no falta ni ese descuidado ambiente entre bochornoso y húmedo de las grandes ocasiones, el que palidece en los arrabales ambiguos y arrugados de las camisas de los viejos clientes. Hoy están todos y no falta nadie. Todo sigue igual.
Pero ésto ahora es lo de menos; alguien ha corrido la voz que hoy es el gran día. Poco importa, pues, el escaso ritual de aire que filtra a través de las dos estrechitas puertas, la de la entrada, y una que sobrevive anterior a las dos guerras, justamente en el flanco derecho del bar. Nada podrán hacer, pero, para disminuir un grado la sensación irritante de asfixia, de ansiedad que hoy se respira en el Jamboreé, entre estos seres humanos nerviosos y expectantes reunidos bajo la cruel letanía sudorosa de todos los veranos… Alguien les ha dicho que hoy es el gran día.
Mientrastanto, en el cálido fondo de música, el bueno de Charlie oficia de lujo con la peor y mejor de sus desconcertantes sátiras, compás y nunca comparsa en esta vigilia de los sueños. Como siempre, porque Bird, mi Bird, nunca falla en las grandes ocasiones. Él nunca falla.
Reclinada en el extremo sur de la sala, lúgubre y opaco por una luz casi inexistente, conjunto rosa alienante que marchita y zapatitos negros de charol que, según subraya con énfasis, le estilizan aún más las piernas a la altura de los tobillos, y con los brazos dócilmente entregados al respaldo del sillón, Camille repasa los últimes apuntes del día. La mirada, es norma común de la casa, entre abstraída y vacilante, acaso espejo del conjunto rosa que hoy luce con más ganas. Si todo va bien, en un par de meses tendrá listo el borrador de las memorias. Pero para eso tendrá que darse prisa, los de la editorial están hechos unos zorros con la demora y la comisura de su bolsillo, en el pasado gentil arma crediticia, languidece hoy, vulgar, con el recuerdo ilusionante de una obesidad que, en este caso sí, fue muy suya.
Bourbon en mano (si no recuerdo mal, y no recuerdo mal, es el tercero que le sirvo), muy de vez en cuando pierde sus ojos hacia el epicentro de la coral rítmica, allá donde… Allá encuentra cada noche, ataviados cuál excéntricas panteras grises, a los miembros de la vieja Dixieland (chaqués cortos plateados que brillan en la frontera de los neones), que hace rato miman con celosía un instrumento que a duras penas advierte cansancio en los huesos, ensayando una vez tras otra la composición juvenil de la envejecida nota. Camille se la sabe de memoria (no hay día que no la tararee, casi sin querer, con los labios pintados en un carmín fosforecente), ésta y todas las demás que se le pongan por delante. A tientas con la luz que deprime y sin desmayo.
Como cualquier víspera de gran concierto, y éste promete ser otro gran concierto, no hay manera de espantar el santo demonio de las hormiguitas que, insistentes, no dejan de revolotear en el estómago de los músicos de la Dixieland. Gajes del oficio, me confiesan cada noche entre lágrimas de sudor y aliento a menta…
Pero no. Hoy no habrá velada, ni gran concierto, ni luces, ni relojes al revés, ni diapasones orgánicos ni nada parecido. Será, tal cuál, un día como otro, como ayer mismo, como antes de ayer, como en el pasado, de hecho, será como todos los días del mundo desde hace más de 50 años. Será como siempre… Porque falta una pieza, la básica, la pieza. La principal para muchos. La más deseada para casi todos. Faltará hoy, mañana, pasado, siempre. No, definitivamente la pieza no vendrá. Pero ellos…, ellos que sigan esperando.
Quizás algún día vuelva, en Navidad porqué no, oigo decir entre el barullo a alguno de los más viejos parroquianos, con el volumen de voz prácticamente inerte. Pero no, no volverá, susurro entre dientes para mí mismo, música convincente que resuena casi imperceptible.
Los músicos de La Locomotora Negra hace más de 50 años que esperan a un espectro. A un espectro volátil que los abandonó sin dejar rastro ni miga, diluido en el espesor sofocante de un día de verano. Sí, un día de verano, lo recuerdo como si fuera ayer… Y no cabe duda que lo seguirán esperando, los viejos clientes y los nuevos hasta el final de cada uno de sus días; unos, con la impaciencia remota, otros, acaso más humildes, enganchados al carro de la esperanza, de la resignación que con el tiempo se convierte en costra difícil de percutir.
Ella, Camille, también esperará, reclinada como siempre en el mismo sillón desde hace más de 50 años, en el extremo meridional y sórdido de la cueva. Con un bourbon en la mano, o dos, o tres (hasta cinco le he servido hoy ya), levantando las pupilas de cuando en cuando, enrojecidas por el humo y un cierto hálito a tristeza. A estas alturas, sólo muy de tánto en tánto.
Porque ella, desengáñate, también aguarda impaciente la visita de un espectro, diferente al de ellos, a una sombra que dejó de cobijarla bajo sus largos brazos hace ya mucho tiempo, en el tiempo que aterriza en la niebla espesa del recuerdo. Sin decirle nada, sin dejarle nada, ni tan siquiera una miserable nota de defunción en el paño de su antigua casa. Sólo preguntas sin respuesta, aliteraciones de monosílabos sin fin, cavilaciones que conducen al nacimiento de la esperanza e, inmediatamente, se sumen en el pozo de la desesperación.
A veces, muy entrada la faz de la noche, me confiesa, entre tragos de timidez y palabrería desbordante, que sueña con él, con el espectro, facciones risueñas de pelo interminable y barba de tres bohemios días. Y maratonianos dedos de marfil repujado le sugiero yo, con un tono que no puede evitar la sonrisa… Pero las imprudentes horas y el alcohol que se envenena en el cerebro enmudece y hace añicos, poco a poco, el salmo eclesial de sus confesiones.
Camille, desengáñate, no me da lástima. A fuer de serte sincero, nunca me ha dado ni asomo de compasión. Ni antes, ni ahora, ni nunca. Ella, a su manera, es otro espectro, sombra infantil que busca cobijarse en soledad, al lado de unos textos sin fondo. Él, ella, todos, ninguno me da lástima, espectros inmerecedores de la natural conmiseración.
Humo, tabaco, juego canalla, alcohol. Neón, empachos de neón. La belleza hecha suciedad. Todo a todo trapo, a raudales. Porque alguien dijo que hoy iba a ser un gran día en el Jamboreé, el de las grandes ocasiones. Son muchos grandes días ya perdidos en el anonimato de la nada. Pero no, el viejo gran saxofonista de los maratonianos dedos de marfil repujado no resucitará. Hace más de 50 años supe que nunca más resucitaría.
El ritual de escaso aire apenas filtra en el ambiente que deprime, pero una vez más (¿serán 50?), como desde aquél día de caluroso verano de hace tantos y tantos días, apago los ojos y me dejo llevar por el éxtasis contemplativo de la música de fondo. Y allí, como siempre, en el Cielo, con los Dioses, está Bird, estás tú, mi Charlie Parker, en íntima comunión, a solas, solos, sin competencia alguna… Que Dios te bendiga, y a mí, si quiere, me conceda el perdón.
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