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EL ÚLTIMO VIAJE

El día de mi velorio fue el más triste y divertido de mi vida, triste, no porque me iba, si no porque no me los llevaba a todos; y divertido, porque el destino me premió aunque tarde, con las ceremonias más contradictorias y amenas que pudiesen imaginarse, consecuente con lo que fue mi vida, una certeza calculada de desaciertos dignas de una epopeya quijotesca. Siempre soñé con presenciar mi postrero adiós, no sé si por morbo, venganza, complejo de superioridad, curiosidad o quizás todo eso junto. Mis retorcidas pesadillas me permitían levitar sobre todas las acciones de mi vida, en esos momentos, tenia el don de ubicuidad, manejaba con maestría con los delgados hilos de mis pensamientos al títere que quedaba en tierra, en esos instantes podía expresar lo que en plena conciencia no me atrevía, los convencionalismos sociales, ese deber-ser políticamente correcto, cedían como las bases de los castillos de naipes, ante la avalancha de arrojo y desparpajo que me insuflaba el sentirme ajeno e inmune a la desdicha y la desgracia. Pensé que al expirar y guardar en la maleta de despojos mi maltratado traje de piel de lagarto, se acabaría mis poderes sobrenaturales, pero para mi sorpresa, los mismos se multiplicaron. Ya no era solamente el perfecto dominio de mi otro yo, también podía dirigir como una acompasada orquesta todos los seres minúsculos y despreciables que formaban parte de la ridícula comparsa, que me correspondió integrar en lo que fue mi insignificante vida, no quise perturbar el normal desarrollo del destino, pasaría lo que tenia que pasar, ni más ni menos.
Al desgraciado casero que era el más acongojado. No por mi viaje sin retorno, que en el fondo le satisfacía, si no por los cuatro meses de atraso en el pago de la renta, por la bendita llave del lavabo que nunca, por rebeldía quise reparar, la postergada promesa de pintar mi habitación y las tetas de mi hermana que le producían una salivación anormal que mojaba su pechera, las escasa veces que pasaba a mi habitación a verificar, lo que en el fondo era un deseo postergado de todos. Mi Muerte. Jamás quise por rebeldía tener una casa propia, mi filosofía de lo inmaterial me permitieron a duras penas, sobrevivir según la regla animal “sólo necesito una cueva para pasar la noche”, no podría dejar bienes de fortuna a quienes despreciaba profundamente, ni siquiera los hijos que el destino me negó en la sequía de mis testículos o la aridez de los ovarios de quienes se unieron en el cortejo de mi desgracia, merecían dadivas o regalos. A mi malvada suegra, que rumoraba entre dientes que no era de buenos cristianos desearle la muerte a nadie, pero que era más beneficio que perjuicio mi infortunado accidente, porque su hija se había librado de un nefasto ejemplar, arruinado y alcohólico, maniaco-depresivo y potencial asesino en serie. Que la justicia divina es perfecta y que en definitiva como dijo Juana La Loca, “al que le toca, le toca”. No podía prodigar mejores deseos, a quien el destino había premiado con media docena de maridos que como yo, acompaño sin sobresaltos hasta el borde de la sepultura y para lo cual el vestido de desteñido luto, era la prenda que más había usado en sus últimas décadas, oliendo a polillas centenarias, que sombreaba en el cementerio con una vieja y roída “pamela” que sólo se les ve elegante a las actrices de Hollywood en campos santos de pasto artificial y sin las horrorosas esculturas de Ángeles que a nosotros nos parecen tan necesarias para escoltar a nuestros condenados. A los amigos de trasnochos, que lejos de recordar mis escasas muestras de bondad y desprendimiento, se lamentaban recordando la plata que les quite prestada y que, irremediablemente nunca les cancelaría, mis premeditados viajes al baño cada vez que pedían la cuenta del consumo, mis vómitos caleidoscópicos, mis orinas azufrosas, mis peos misilisticos, mis eructos estereofónicos. Sé que me toleraban únicamente por mi cultura enciclopédica y mi extraordinaria incontinencia verbal, que les permitía pasar horas excitando mis neuronas recordatorias y absorbiendo conocimientos comunes que luego de la resaca pasaban a formar parte del olvidado libreto de los beodos consuetudinarios en que nos habíamos convertido. Sin embargo las tenidas no estaban exentas de formalidad. Todos se dirigían a mi como “Profesor”, aún cuando me alejaba a la distancia de los oídos normales, escuchaba sus imprecaciones, risas burlonas, referencias sarcásticas y dudas razonables, cada vez que abusando de la ignorancia del auditorio, añadía verosímiles exageraciones a todo cuanto refería, más por tratar de encontrar algún interlocutor que pudiese contradecirme o al menos ponerme en duda en la concurrencia, pero la monumental ignorancia de los mismos me ponía a salvo de las imprecisiones que por gusto o por olvido, formaban parte de mis locas disertaciones.
A toda esa caterva de inútiles, se les proyectaban los colmillos de lobos en cuarentena cada vez que mi viuda, les acercaba la bandeja de galletas o la ración acostumbrada de café, adivinando el escote, la intersección de sus muslos, sus nalgas de balón de fútbol y sus ojos de vampiresa. A todos sin excepción, les conocía por propia confesión su imposibilidad de mantener una erección más allá de la gratuita y desafortunada que irrumpe en la madrugada somnolienta, cuando las ganas de orinar, interrumpen sin compasión el sueño reparador. Talvez las únicas contiendas que daban colorido a las discusiones de estos inutiles, eran los nombres de las infinidades de pastillas que prometían erecciones de obelisco y que anotaban en cualquier servilleta para luego utilizarla en limpiarse la baba, los mocos, cuando no el vomito, con que regaban las calles camino a su casa, en el infinito vaivén acompasado, a ritmo de chachachá de sus seguidas borracheras. No podían entender que este despojo humano que yacía en la urna, recibiese tantas muestras de afecto y tantas demostraciones de pesar en su última morada. Pensaban que sólo había dejado deudas y malos recuerdos en mí accidentando tránsito terreno. Que los tantos alumnos de la Facultad, que algún día pasaron por mis manos en un intermitente cumplimiento de semestre, se olvidarían de la Usucapión, de la Rei Vindicatio, de la cúratela de los furiosis, y de tantos vagos conocimientos de un Derecho Romano que nos les sirvió a ellos para ser mejor civilización, como menos podría servirnos a nosotros caníbales de la nueva era. Cada uno de ellos fue pasando frente a mi pecera, mirándome compungidos algunos, meditativos pocos, indiferentes y curiosos la mayoría. Trate de conservar la mirada con la imponencia que siempre me caracterizó, una arrogancia que fue mi marca de fabrica y que servia para disimular con hidalguía resignada, la miseria en la cual decidí por libre albedrío nadar, hacer piruetas y tragarme resignado sus líquidos nauseabundos. Ahora en mi infinito poder entiendo ese extraño morbo que nos empuja a ver de frente el cadáver. La mayoría lo hace para sentirse al menos una vez en la vida superior a un semejante, aún cuando existe la certeza que ese careo es estéril por obvias razones. Muchos sin que los dolientes pudieran detallar sus expresiones, casi a las escondidas, me hicieron muecas, algunas sarcásticas, otras sádicas, otras de satisfacción, resignación, provecho, aceptación, solidarias y la mayoría, de ridícula aceptación, pensando que me veían desde su altura en el Olimpo de las deidades, a los valles resecos donde pastaba, yo, criatura despreciable. Todos se consumirán en la misma hoguera que en ese momento atizaban con frenética energía creyéndose inmune a sus brasas.
El olor a flores era penetrante, los pétalos habían formado una delicada alfombra sobre el piso de la mortaja. Los jugadores de fútbol de mi época hicieron guardia de honor alrededor del cajón, por los escasos momentos que le permitieron sus maltrechas rodillas, arroparon por algunos momentos mi humilde cofre con una camiseta de viejas batallas y con la cual nos uniformábamos dignamente para ser derrotados en el rectángulo de los once guerreros, siempre fuimos un equipo de cuarta, los condenados se unen en el patíbulo, como los mochos se juntan para rascarse. Mi viuda, tratando de conservar la solemnidad les pidió respetuosamente sacar la prenda de mi barriga, alegando que se sentirían con igual derecho de realizar dicho homenaje, los alumnos con algún libro de consulta, los hermanos masones con el mandil característico, el grupo de borrachos con mi bebida preferida, las putas de los bares frecuentados con alguna prenda intima o preservativo sin uso, que inflarían y pondrían como un globo de fiesta infantil, los chinos de mi vecindario con algún cohete tradicional o los niños que disparaban en la plaza sabias preguntas y se conformaban con mis estupidas respuestas, realizando una ronda de gallinita ciega que muchas veces protagonice, para beneplácito de mi infantil concurrencia, que despertaba la risa por mis tropezones y alguna caída, cada vez que me emborrachaba a tempranas horas y los conseguía entre árboles y estatuas vetustas de la plaza, camino a mi buhardilla.
Las coronas iban llenando el recinto poco a poco, mi viuda hacia milagros con las pocas contribuciones que había recibido para proveer de café, cigarrillos y pastelillos como es costumbre en velorios de pueblo. De vez en cuando penetraba en la ronda de borrachos para hacerlos callar de la algarabía tan común en ellos, rogarles que bajaran la voz, recibiendo miradas lascivas y respuestas diplomáticas, continuando con su escaramuza salpimentada con una botella de licor estratégicamente escondida en la vasija de plantas más cercana. Si recibí homenajes especiales, hay uno que me marcó gratamente. Antes de detallarlo debo decir que talvez pocos seres humanos hayan experimentado con creencias, sectas, religiones, cultos y maromas como quien escribe, muchos podrían calificarlo como inseguridad, yo por el contrario lo defino como curiosidad y búsqueda de caminos. Nací siendo un inconforme y así permanecí toda mi vida, jamás me sentí satisfecho por explicación alguna relativa al universo y a la naturaleza humana, detrás de cada teoría, lejos de buscar los argumentos de reafirmación, prefería buscar las fallas, lagunas e inconsistencias, como una manera de seguir brincando como un sapo entre las doctrinas filosóficas y hasta esotéricas. A estas última debo referirme. Un buen día de no se cuantos años atrás, un buen amigo ante mi irremediable mala fortuna e indeclinable voluntad para los tropiezos, decide llevarme donde un Brujo a los fines que me “chequeara”, que en el lenguaje técnico-medico seria como “auscultara”, luego de unos cuantos tabacos quemados casi en mis pestañas y de informarme como novedad cosas que yo sabia por convicción, le manifiesta a mi amigo que era de su total confianza, que yo era “materia”, algo así como un elegido y predestinado para ser parte de la religión Yoruba y que debía hacerme “santo”. Fue tanta la insistencia y el poder de convencimiento de mi amigo, que al poco tiempo me encontraba en medio de una ceremonia destinada a ese fin en la cual se me coronaba, fui apadrinado por un respetable bawalao y me fueron entregados mis cinco Ilekes. Cada uno de ellos representa a un Orisha: El Blanco: Obatalá; Negro y rojo: Elegua; Amarillo y ámbar: Oshún; Azul y cristal: Yemayá y Rojo y blanco: Shangó. Por casi un año me vestí de estricto blanco, además de cumplir con todos los ritos que mi nueva religión ordenaba. La gente acostumbrada a mis excentricidades no daba más crédito a mis nuevas creencias, que las que se les puede dar a los predicadores que anuncian para este viernes el fin del mundo. Sin embargo asumí como era mi costumbre con estricta seriedad mi nuevo rol, aprendí a leer el tabaco, echar los caracoles, las cartas del tarot y hasta creí ser tocado por la mano de alguna deidad, aunque fuese para seguirme amargando la vida, que de por sí era acida y salobre.
Mis hermanos de religión se prepararon antes de sacar mis despojos de mi humilde morada, a realizar la ceremonia que en nuestra creencia se denomina itutu la cual consiste básicamente en despojarme de la corona de santo y regresarme a mi condición terrenal, arrancándome la tapa superior de mi cuero cabelludo que por razones por demás conocidas no me causó el más mínimo dolor, lavar mi cuerpo para entrar limpio a ser un Orisha, los cantos y oraciones que me acompañen en mi grado superior Aiye Oja, Orun, ile wa (La tierra es un mercado y el cielo nuestra casa) así sea por el resto de mis días. Cumplidos los rituales me entregaron a mi familia para cumplir con los restantes. Mi alma estaba purificada y podía asumir confiado mi nuevo estado.
La compra de las flores y coronas fue un espectáculo aparte, la mayoría que yo pensaba eran personas sin dificultades económicas notables, regatearon para adquirir el ramo menos costoso o el arreglo que estaban a punto de tirar en la tienda al basurero. Sólo mi compadre Eusebio que me consta se gana su dinero a punta de construir casas a las cuales luego no lo dejaran entrar, en su oficio de albañil, ordeno la construcción de una corona “digna de su compadre” utilizando unos ahorros que tenia destinados para reponer su viejo refrigerador, que últimamente amarraba con una cinta elástica de tripa de bicicleta y un gancho para que la puerta no le fuese a partir un pie en cualquier descuido, estaba tan oxidada que él en broma la llamaba “El Titanic”. Ordenó igualmente que la cinta que la cruza, borlada en letras de oro, no dijese lo que comúnmente, “Eusebio Albornoz y Familia”, sino una frase que repetía cada vez que nos correspondía conforme a nuestra estabilidad etílica servir de bastón para no caerse, bueno, no caerse muy seguido, cuando nos apoyábamos mutuamente en nuestras incontables borracheras “Los Compadres no se olvidan” como una lapida mas fuerte y pesada que la que dentro de poco, sellaría mi cadalso.
Luego de las sentidas, acostumbradas e hipócritas ofrendas, ante la disyuntiva de rezarme un rosario, bailarme un tambor, fumarme unos tabacos, jugarme un partido de fútbol, leerme unos versículos de Corán, tomarse unos tragos sobre mi urna, dedicarme un libro, un baile de putas o cualquier otro homenaje que calzara con las actividades que desarrolle en mi nefasta y variopinta vida, se decidieron por rendirme tributo cada grupo a su manera, razón por la cual mi cortejo fúnebre más parecía una comparsa de circo de pueblo o un desfile de carnaval, que un último adiós para un condenado. Yo por mi parte, ni en vida había gozado tanto presenciando ese manicomio. Como cualquier pueblo que se respete, los muertos son llevados en andas al cementerio, nada de carrozas fúnebres, caballos percherones o salva de cañonazos.
Detrás de los músculos que se turnaban para cargarme, iba mi viuda de riguroso luto, abrazada a mi hermano Paulo quien la apretaba sin malicia por su condición de homosexual, era el marico más famoso del pueblo desde una vez que en un arranque de hombría, destrozo el pool de Armando con los borrachos que estaban adentro, cuando lo irrespetaron como mesonero y le tocaron sin su consentimiento una de sus esmirriadas nalgas. En ese momento sufrió la transformación que le gano su apodo secreto, que nadie se atrevía siquiera a susurrarlo en su presencia “Loca Salvaje”, fue el principal modisto, peluquero, masajista, repostero, coreógrafo, bailarín y depravado que haya existido y de seguro existirá en mi malvado pueblo. A pocos pasos seguía el cotejo la familia de mi viuda, La Bruja bigotuda de mi suegra con su estampa de muñeca vieja y devaluada, con los rayos del sol colándose por los huecos de su sombrero tiroteados por polillas; unos zapatos de charol con hebillas similares a los usados por los mosqueteros; unos lentes de sol pasados de moda parecidos a la careta de un soldador y los cuales fueron adquiridos de seguro cuando aún tenia pómulos, algo de carne y dientes en su horrible cara, pero que ahora parecían una pantalla de televisor. Mis tres cuñadas, mejor dicho dos, porque nunca conté a Barbarita quien padecía de Síndrome de Down y la cargaba como siempre a rastras como una mascota a la que sólo le faltaba el collar, porque ya tenía los colmillos. Mis escasos familiares que no quiero mencionar, por cuanto hace tiempo celebramos un armisticio, en el cual yo los detestaba y ellos me ignoraban de manera anual, para al siguiente año intercambiar roles y pasar a ignorarlos y ellos a detestarme, por ciclos gregorianos hasta el final de nuestros días. Hasta esta altura del cotejo, todo era más o menos normal. Desde aquí hacia atrás era el pandemonium, en primer lugar los borrachos de mi cuerda, quienes se consideraron con mayor derecho que todos los demás para casi encabezar el cotejo, no hubo forma ni manera que los hiciera desistir de ocupar un lugar más discreto. Al final los dejaron quietos por la sabia creencia que discutir con un borracho es tarea perdida y jaqueca encontrada. Cada diez minutos alguno de ellos rodaba por el suelo, trataba de levantarse a veces con ayuda de otro que caía a su costado, con la velocidad que daban sus atrofiados reflejos se ponían en posición vertical arqueada, se sacudían su empolvada ropa, se reían a mandíbula batiente en un coro afinado y luego de un trago doble continuaban su bamboleo. En la única tarea en la cual les impidieron enérgicamente su participación fue cargando el féretro, en la seguridad que me arrastrarían por los suelos y mi peso multiplicado por los gases de la muerte pudiese lesionar sus alcoholados esqueletos.
Seguidamente mis alumnos de Facultad, con el gran Estandarte de la Universidad, algunos con las togas y birretes que nunca lucirán, con libros en sus axilas, lugar donde siempre permanecen aún en épocas de exámenes, seguían circunspectos la marcha infernal. Era la corte de risotadas disimuladas observando el espectáculo de su grupo anterior. Detrás de ellos las putas de los dos únicos bares del pueblo y en los cuales nos repartíamos equitativamente y cronológicamente para no crear conflictos. Eran las únicas ocasiones donde las meretrices en decadencia solían juntarse con su competencia, las más jóvenes y bellas no duraban mas de tres meses en el oficio, cuando eran desposadas por algún hombre del pueblo, que no sin razón les gano el apodo “Pueblo de Cabrones” por la facilidad con que una mujer de la vida alegre, se transformaba en “mujer de su casa”, fueron muchísimos los escándalos en los cuales se vieron envueltos estas prostitutas venidas en damas con antiguos clientes y enamorados, pero jamás se tuvo conocimiento de un homicidio pasional, ni siquiera unas lesiones graves, a excepción de algún ojo morado, sutura en algún lugar, que por lo general la victima era el marido, por la experticia que tiene una puta para defenderse y la puntería de francotiradora con una botella, lo cual dice mucho de lo civilizado del genero masculino o reforzaba el mote vergonzoso del pueblo. Las fieles representantes del oficio primigenio, se vistieron para la ocasión, entendiendo que estaban en una comparsa circense, minifaldas de cuero, medias de malla cuadriculadas que luchaba por contener una avalancha de celulitis, escotes prominentes no por volumen sino por aprisionamiento, rojos maquillajes, carteras brillantes, tacones de aguja, pelucas de utilería y bisutería de mercado persa, las mismas estaban provistas de un equipo de sonido de pilas en las cuales reproducían para mi deleite mi cabaretera discográfia que conocían por razones propias, más que mi digna esposa. Fueron parte de ese homenaje mi entrañable Roberto Ledezma quien para mi deleite interpreto una de mis preferidas y calcada para la ocasión “Al final del Camino” como premonición de mi postrero recorrido, pasaron sin descanso, Aldemar Dutra, Daniel Santos, Julio Jaramillo, Felipe Pirela, Carmen Delia, Toña, La Lupe y otros que no capte, por no perderme los restantes sainetes.
Detrás de las mujeres de la vida, mis hermanos masones, causaba risa el presenciar las ironías de la vida, delante el vicio extremo con sus cascabeles de víboras, atrás, la hermandad del Gran Arquitecto del Universo con sus enseñanzas de orden y respeto, antonimia cara a cara. Sus trajes de pingüino y sus misales, daban un toque de solemnidad a la desquiciada comparsa y añadía el gramo de seriedad al menos para el homenajeado, que en posición vertical luchaba por no marearse ante el incesante bamboleo de los cargadores en una calle que no era precisamente alfombrada.
Detrás de ellos mis compañeros de religión esotérica, un repique de tambores africanos, el bátala, el mina, el curbeta, ligados con el culo e´puya y algún Bumbac, como fiel herencia de mi tierra de calipso, todos ataviados de color blanco símbolo de pureza espiritual, bailando al compás, con sus tabacos encendidos, descalzos como manda el santo africano y con un pequeño altar con los Dioses de la Santería que elevaban sobre una mesa, y que causó uno de los tantos altercados entre el cura y los santeros. Al final celebraron una transacción incorporando una figura del Sagrado Corazón a su corte, el cual asomaba como un bagre entre las guavinas, en medio de Santa Bárbara de Changó, Oshum, Yemayá, Las Siete Potencias y una parte de José Gregorio Hernández al cual le habían mochado los pantalones. Detrás los futbolistas o lo que quedaba de ellos, con algunos gritos de guerra que utilizábamos las raras veces que ganábamos, con un roído estandarte del Club, con algunas camisetas de viejas y olvidadas glorias, con algún balón de fútbol en sus manos, riéndose de los de las filas anteriores y silbando disimuladamente a alguna ramera que enseñaba más de lo normal en algún giro violento, que exponía como la comida rápida, más grasa que carne.
El cementerio fue capitulo aparte, todos se empujaban por dar el adiós, las prostitutas lloraban escandalizadas como si apenas cayeran en cuenta de mi muerte, mi viuda con lagrimas sinceras de dolor, arrepentimiento e incertidumbre sobre su futuro, mi suegra con una risa de caimana, es decir indescifrable, consecuencia de su fealdad, los hermanos masones con su rito de las flores y la tierra, los alumnos con el himno del universitario, los santeros con sus tambores, los futbolistas con sus gritos de estadio, los niños con los ojos abiertos de curiosidad, mis beodos compañeros llorando de la borrachera, algunos orinados en los pantalones y siendo apartados por la muchedumbre ante el temor que se les vomitasen encima, olor a tabaco, sudor, lagrimas, licor, perfume barato, flores marchitas, cadáver putrefacto y pesada hipocresía.
Todos en su sitio, y el único pasajero con mis alas invisibles, volando en circulo sobre la muchedumbre, los que debían acompañarme en este tour con visita guiada, un buen grupo de seres despreciables apiñados alrededor de un hueco de tierra, deberían estar conmigo admirando el aceite hirviente de las pailas, los cuerpos que caen desde arriba y salpican su jugo candente y el ángel malvado, con su traje de dandy enseñando las bondades del infierno, en perfecta y audible voz de charlatán de feria, con Carmina Burana de fondo, para que no nos arrepintiéramos de haber escogido este paradisíaco destino, en nuestro último viaje, en el cual yo me voy abriendo el camino, que los Dioses quieran transiten todos ellos.

Texto agregado el 22-08-2008, y leído por 269 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-08-2008 Qué más puedo decir...te pasaste con tu cuento,lo gocé línea a línea...excelente.5* sugonall
 
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