Me asomé a su pieza con el resorte de la indecisión listo para recular. Dije: -Hola, sólo quería saludarte. Y de inmediato, la habitación se llenó de acentos y de luces. Aún así, sentí la necesidad de salir, no quería forzar nada. Pero su voz, apenas audible, pronunció tres palabras que tuvieron la fuerza de impedir mi retiro.
-Espera, me dijo,-¿Como estás?
Y roto el sello que nos separaba, con una magia que sólo he visto en ciertos atardeceres, logró que destellaran colores inimaginarios y una música suave fue creciendo dentro de mi pecho. Sus ojos se iluminaron por el influjo de unas cuantas lágrimas, que delataban la pena inmensa que estaba anidada en su corazón.

Luego, vino una conversación intrascendente. ¡Que difícil resulta reacomodar los diálogos luego que se restablece un vínculo! La atención, ya no está en las palabras sino en los gestos y en los detalles. Claro, es sólo un instante, lo que demora un astro en obnubilarse, lo que demora la luna llena en embrujarnos. Pronto, al calor del diálogo, emergemos nosotros, tal como somos o tal como queremos que nos vean. En ese punto, apareció ella, nítida como una aurora y seguramente, a sus ojos, fui el mismo que mucho antes sostenía su mirada.

Y ya reconciliados, con los lazos aún más firmes que antes del quiebre, puesto que yo comprendí y ella acaso también, lo fácil que es destruir la cristalería fina de una relación y lo difícil que es volver a colocar las piezas en el mismo lugar, nuestras palabras recobraron su levedad y nuestros corazones comenzaron a latir al unísono...