No es la meseta castellana tierra dada a leyendas ni fantasías, que cuando el cuerpo tiene que trabajar para sacar un trigo a la tierra, no le da tiempo a la cabeza para otra cosa que no sea maldecir la lluvia que no viene o maldecir al pedrisco que sí. Tierra de labrantío y de hombres callados que miran torvos al que llega y que piensan que no es trabajo sino el que dobla las espaldas y encallece las manos. Paisajes llanos que pierden la vista en un mar de trigales. Rota la color de oro por la amapola que salpica en grana allí donde le apetece, mejor cerca de caminos y veredas, para vigilar al que pasa y entretener a los niños que manchan con sus pétalos camisas blancas y vestidos de domingo.
Hijo del Valderaduey crece un pueblo pequeño de teja y adobe, como todos, que mira a la carretera que une Zamora con Villalpando. Dicen que en época de algún rey castellano moraban en el lugar unos nobles de buen corazón. Como quiera que la citada familia eran por apellido “los giles” y en vista del carácter señalado fueron rebautizados con el remoquete de “los buenosgiles”. Cosa rara este apelativo que hace gala de una condición honrosa que, por lo general, los motes siempre refieren a taras, vicios y similares. Decía que en ese pueblo vivían los Buenosgiles y su nombre permaneció en el tiempo bautizando al lugar con el nombre de Benegiles, que aún hoy conserva y espero que lo haga por muchos años.
Siendo niño pasaba yo los veranos en el pueblo. Ocupaba las mañanas en ayudar, unas veces, en molestar, las más, a mis tíos. Sacaba las vacas al “prao” siempre después del ordeño, recogía los huevos del gallinero o jugaba con los corderos que por edad habían de estar encerrados tras las tenadas. En la hora de una siesta sin sueño subía al “sobrao” a rebuscar entre baúles, cualquier cosa que pudiera llamar mi atención. Libros viejos de tapas en piel y hojas pardas carcomidas por la polilla, sombreros de segador con olor a trabajo y sol, una romana en hierro forjada con la que me divertía pesando libros, uvas puestas a secar, mi propia mano o cualquiera cosa susceptible de ser pesada. Mi juguete preferido era el tajo. Un cilindro de madera tan alto como yo y grueso como el tronco del olivo que lo había parido. Apoyaba sobre tres patas de la misma madera sin pulir y con restos de lo que un día fuera la corteza de la planta. Sobre el tajo y clavado en él, una macheta, pequeña hacha utilizada para cuartear corderos o lechones. La superficie del tajo herida mil veces por el trabajo de aquella. Cogía yo la macheta y me entretenía en golpear con fuerza las patas del tajo intentando emular a leñadores pero nunca di dos golpes en el mismo sitio y mis intentos infantiles de derribar al coloso se veían frustrados una y otra vez ante la terquedad de la madera. Ignoro que excusa le hubiera dado a mi abuela si por culpa del azar que no de mis menguadas fuerzas, uno de aquellos golpes hubiera derrumbado al gigante. Las látigas, haz de estrechas tiras de cuero habrían entrado en acción y mis inocentes posaderas hubieran pagado en golpes la factura de mis sueños de leñador canadiense.
A eso de las 6, vuelta al prao y vueltas las vacas a su pesebre para el obligado descanso no sin antes someterlas a un nuevo ordeño. Tras éste iba yo al río, buscaba por el camino cantos planos que pudiera hacer rebotar sobre la superficie del agua. Todo ello a una prudente distancia de la orilla a la que no osaba aproximarme pues ese río era especialmente traicionero. Según me contaban mis tíos, a pesar de que la profundidad de la corriente no parecía cubrir más allá de mis rodillas había peligrosos remolinos que se habrían tragado a niños y mayores sin que sus cuerpos hubieran sido nunca encontrados. Por si fuera poco también estaba la “poza del buey” una espantosa hondonada en la que un buey se ahogó, tal era la profundidad que tenía. Asombrábame yo de ver la temeridad de lavanderas, pescadores de barbos y cangrejeros que a pie cruzaban el río aquellas remangando faldas y mandilones y los otros mirándolas embobados mientras que ellas parecían no enterarse del efecto que en los hombres causaban sus piernas a medio hundir entre los fangos del fondo. De entre todos eran los cangrejeros los que más me divertían. Llevaban al hombro unas cestas trenzadas en mimbre que cerraban uno de sus extremos con un cono tejido en red. El extremo opuesto tenía una pequeña puerta por la que se introducían cantos que ayudaban a sumergir la jaula. En el interior, como cebo, un sangrante trozo de hígado que extendía su olor a lo largo de la ribera atrayendo a la trampa a veces hasta una docena de cangrejos. Como quiera que cada hombre llevara no menos de 10 artes es fácil entender que hoy en el río sea difícil encontrar ejemplares del rico animal y que cuando se encuentren sean estos de la variedad americana con que se repoblaron ya hace algunas décadas las muy esquilmadas aguas. Dicho sea de paso que estos cangrejos del nuevo mundo son menos sabrosos al paladar que los que aquí teníamos.
De entre todos los cangrejeros dos había por los que tenía especial simpatía. Primitivo y Galo eran sus nombres. Del primero tengo constancia que murió y de ello narra la historia que más adelante contaré. Del segundo debo suponer que si no lo ha hecho pronto lo hará que me sacaba una veintena de años y como por mi edad ya peinaría canas si acaso me quedasen pelos para peinar, me inclino a pensar que los dos amigos pasean juntos en el Más Allá y que pronto he de ir yo a reunirme con ellos. Volviendo a los temas de entonces recuerdo a Galo y Primitivo como dos jóvenes alegres, siempre en chanza y con ganas de vivir. De porte rústico, vestían a la tradicional usanza de la tierra, es decir, pantalones en pana negros que terminaban en calcetos de lana gruesa con botas forradas en piel de borrego, en invierno y zapatillas de esparto y lona si los barros lo permitían durante el resto del año. Componía el resto de la indumentaria una camisa de franela que algún día quiso ser blanca y chaleco de gruesa lana que acostaban en el baúl en primavera para volver a aparecer en la vendimia. Si el frío apretaba y a fe que lo hace en la meseta castellana, usaban gabán amplio, heredado en generaciones y cubierto por tantos remiendos que era difícil determinar los fragmentos originales de tan singular puzzle. En la cabeza una boina negra sin capar que solamente se quitaban para secarse el sudor de la frente y debo suponer que para dormir aunque no tenga constancia cierta de esto último y nada me extrañaría menos que haberles visto dormir con la boina puesta.
El trabajo de mis amigos cambiaba según la estación. Yo les veía ociosos durante el verano tras la cosecha, yendo al cangrejo, colocando cepos para cazar tordos y disparando a alguna liebre en la cercana finca de Carralcueva. Después acudían a la vendimia francesa. En Diciembre arrancaban la remolacha al suelo helado y en primavera, según decían algunas lenguas no por maliciosas poco desacertadas, contrabandeaban pan, harina y aceite con la capital. Yo pensaba que no debía ser muy malo alcanzar el pan a aquellos que careciesen de él pues en algunas ocasiones había yo sentido los aguijonazos del hambre y por eso no me parecía tan malo la profesión de contrabandista y esto me hacía admirar aun más a mis amigos mayores.
Ya dije que el carácter de los dos hombres era de natural bonancible y socarrón. Alguna vez, tras recoger una buena cangrejada, iban y me decían: “Anda valiente, acércate al pajar de tus abuelos y nos traes la mayor banasta que veas que la pesca ha sido buena y tenemos casi cien cangrejos de los gordos”. De una carrera iba yo hasta el pueblo, me acercaba a la casa de mis abuelos y pasaba al corral por la puerta de la cochera para que no me viera mi abuela. Cruzaba el corral y pasaba como alma que lleva el diablo allá donde me habían dicho. Buscaba un cesto, el más grande que hallara y con el que casi no podía. Volvía a salir por el mismo sitio que había entrado pero arrastrando el pesado encargo. Cuando al río llegaba allí estaban los dos hombres sentados junto al puente y fumando picadura. Al verme llegar corriendo se levantaban, me miraban con una sonrisa que me hacía sospechar que una vez más había sido yo víctima de sus bromas. Mi sospecha se confirmaba cuando veía el ridículo aspecto que tenía un montón de cangrejos en tamaña cesta. Entre risas me daban un pequeño coscorrón que hería más mi orgullo que mi cabeza para luego decir: “Así espabilas, mozalbete, que no se yo lo que os enseñan en la capital”. Luego me acercaban, como pipa de la paz, el cigarrillo al cual daba yo una calada profunda para hacerme más hombre y trataba de contener la tos que causaba el acre sabor en mi garganta. Pronto me olvidaba del asunto y mi mente se hacía de nuevo vulnerable a las ocurrencias de Galo y Tivo.
Según crecía, las bromas se fueron trocando en conversaciones más serias, me preguntaban por temas de la capital. Yo les contaba sobre los partidos del Madrid, sobre las escapadas por la banda de Gento y sobre la última copa de Europa ganada ese mismo año. Una noche, sentados en el poyo de la tapia del cementerio empezamos a hablar sobre la muerte. Mirábamos las luces fatuas que subían hacia el cielo desde las blancas cruces y me decían que eran las almas de los difuntos que se separaban del cuerpo. Como cuando fumaba los Ideales, tuve que sobreponerme y aparentar una hombría que estaba muy lejos de tener. Los dos hombres me miraban esperando una reacción de huída que no llegó a producirse. De pronto Galo tuvo una idea. “Tivo, de aquí no nos hemos de marchar los tres sin jurarnos que aquel de nosotros que primero muera se ha de aparecer a los otros dos y así los que queden tendrán la certeza de que hay vida más allá de la muerte”. Enfatizó tanto estas últimas palabras que la sangre se me heló entre las venas. Yo acepté de inmediato deseando terminar la conversación pero las cosas no habían hecho sino comenzar. Galo malicioso continuó: “Sea, pero para que el juramento tenga valor ha de hacerse sobre la tumba más antigua del cementerio, que, por lógica ha de ser la que más al fondo se halle”. Yo quise argumentar que no era necesaria tanta parafernalia pero cuando me quise dar cuenta ya habíamos saltado la verja y nos encontrábamos los tres al pie de una tumba con las manos derechas apoyadas unas sobre otras encima de la cruz de mármol. Habló entonces Galo y lo hizo con tanta teatralidad que yo hubiera querido desaparecer tal era el terror que me invadía. “Los tres presentes nos juramentamos ante los muertos de este camposanto que aquel de nosotros que primero vaya a hacerles compañía se ha de aparecer a los otros dos vivos y que su alma no encontrará descanso hasta que este juramento sea cumplido. ¿Juráis?”…
Un “juramos” se oyó tan débil que pienso que mis dos colegas juramentados tenían en ese momento tanto miedo si no más del que pudiera tener yo. Salimos rápido de allí y pasé el resto de la noche dando vueltas en mi cama con las sombras de fantasmas y esqueletos bailando a mi alrededor.
Los años siguieron pasando y mi inocencia desaparecía en la misma medida que mi tamaño aumentaba. Dejé de ir al pueblo en los veranos pues mi mala cabeza de estudiante me lo impedía. Supe que mis antiguos amigos se habían casado y que no tenían familia. Un verano, tras concluir la milicia decidí, para las fiestas de San Agustín que se celebran el 28 de agosto, acudir al pueblo en el que tantos veranos había pasado. Todo estaba igual, la casa de mis abuelos ya fallecidos, la iglesia y el río. Pregunté en el casino por Galo y Tivo. “El primero está bien, me dijo uno de los parroquianos, pero el señor Tivo murió, ya hace dos años. Si quieres saludar a Galo le verás en Aspariegos”…
La noticia me impactó por lo inesperado, el señor Tivo era un hombre todavía joven para morirse. Recé un Padrenuestro en silencio y me presigné rápidamente evitando que me vieran. Aspariegos no distaba más allá de 7 kilómetros y encaminé mis pasos allá para saludar al amigo perdido.
Llegué a mi destino a eso del mediodía, era el día grande de la fiesta y la gente salía de Misa. De inmediato reconocí a Galo. Él también me vio. Nos fundimos en un abrazo y tomamos juntos el aperitivo primero y comimos después. Por la tarde partido de pelota en el frontón municipal y por la noche baile en la plaza Mayor. Recordamos el episodio de los cangrejos y el banasto y otras tantas historias. El señor Tivo había muerto víctima de unas fiebres. Su recuerdo nos entristeció a los dos y enmudecimos hasta que Galo dijo: “Venga hombre, anímate que el bueno de Tivo no estará a gusto si nos ve así de tristes”. Seguimos la conversación y ya de noche cerrada decidimos volver a Benegiles en donde nos esperaba la mujer de Galo y también mis tíos que me habían dejado la puerta de la casa abierta sabedores de que por las fiestas de Aspariegos llegaría bien entrada la noche. Emprendimos el camino tal y como habíamos llegado, es decir, a pie. Calculamos que a buen paso no llegaría a dos horas que nos encontráramos en Benegiles de nuevo. La noche era clara pues estaba llena la luna y el camino transcurría agradable ya sin el bullicio del baile. A unos 50 metros de la vereda izquierda del camino ya casi llegando al pueblo se alzaba la tapia del cementerio. Me iba yo acordando del juramento hecho años atrás cuando nuestras miradas se cruzaron. Galo dijo solamente: “Cállate, yo también me acuerdo”. De pronto nuestros pensamientos se interrumpieron. Al pie del poyo de la tapia una cabra triscaba unas matas de hierba. “Mira, debe ser de alguien del pueblo, acércate y tráela que ya mañana preguntaremos de quién es”. Cumplí la orden y me aproximé al animal que no sintió desconfianza al verme. Con mi cinturón hice un lazo que amarré al cuello de la cabra. Tiré de ella hacia donde estaba mi amigo y esta me siguió sin ofrecer resistencia. En silencio seguimos paseando cuando nuestros pasos se vieron callados por una voz fuerte y clara: “¡Galo!, ¡Galo!”. El aludido y yo nos miramos a los ojos. Nuestras bocas estaban cerradas y la llamada se seguía escuchando pero esta vez ambos reconocimos la voz, como evidenciaban nuestros ojos desorbitados por el temor. “ ¡Galo!, ¡Galo!”. Miramos a la cabra, su boca se movía a la vez que sus labios volvían a repetir el mismo nombre. De pronto, la cabra arrugó sus labios, sacó la lengua y enseñó sus dientes a la vez que nos decía: “¡Galo, mira que dientes tengo!”. Solté el cinturón y miré al aludido tan pálido como yo. La cabra pegó una carrera y saltó sin dificultad la tapia del mismo cementerio en el que se encontraba enterrado desde dos años atrás nuestro amigo. Seguimos el camino. Al despedirnos Galo me dijo: “Si cuentas algo de todo esto lo negaré que no tengo ganas de que nos tomen por locos. Mañana preguntaremos solamente si alguien del pueblo ha perdido una cabra pero seguro estoy de que no será así…”
A la mañana siguiente preguntamos y según lo previsto ninguno de los vecinos había perdido la tarde anterior animal alguno. Recordé el cinturón enganchado en el cuello de la cabra la noche anterior. Un buen cinturón de piel que no estaba dispuesto a perder. Volví al cementerio y recorrí el camino por el que unas horas antes se había escapado la cabra. Nada. De pronto una idea me vino a la cabeza, no sin dudas crucé la verja de hierro forjada que daba paso al camposanto y recorrí en respetuoso silencio el camino central escoltado por blancas cruces marmóreas, No duró mucho mi búsqueda, destacado sobre una lápida se hallaba mi cinturón. No tenía dudas, leí el epitafio que rezaba: “Primitivo, tu familia no te olvida”. Recé un Padrenuestro antes de recoger el cinturón. Hoy, muchos años después estoy seguro de que Tivo cumplió su juramento y que su alma descansa en paz. |