Perturbación Temporal
Corría el año 1858 cuando Antonio llegó a este mundo en el seno de una familia muy humilde y cuyo cabeza de familia era un artesano relojero que a duras penas conseguía sacar adelante a su prole. Las circunstancias y el hecho de ser el mayor de los hermanos le llevó a aprender el negocio familiar casi por obligación y a postularse de igual forma como el heredero natural de la fabricación y reparación de relojes de péndulo y de cuerda. Su infancia transcurrió entre relojes que marcaban con éxito dispar el transcurrir de su vida y que conformaban su universo lúdico. Péndulos, muelles, engranajes y manecillas, se alinearon en formación bélica durante muchas batallas imaginarias contra gigantes portentosos que amenazaban sus territorios. El tiempo y su medición fueron su hábitat natural y los relojes conformaron su visión particular de la naturaleza, así su infancia transcurrió fugazmente y sin darse cuenta se encontró trabajando junto a su padre en el taller familiar como un aprendiz voluntario, al menos para su padre.
Antonio tenía una imaginación prodigiosa y en constante ebullición que le llevaba a concebir miles de historias de todo tipo, donde el tiempo o un reloj tenían siempre algún papel protagonista. Poco a poco y a rebufo de los adelantos científicos que marcaban la época fue introduciendo elementos novedosos como los gérmenes, la electricidad, el electromagnetismo, entre otros fenómenos invisibles que literalmente lo fascinaban y le permitían crear mundos alternativos que poder vivir y recrear desde su pequeña atalaya espacio-temporal.
A medida que pasaba el tiempo, sus historias, debidamente complementadas con esporádicas informaciones que llegaban a sus sentidos, se fueron desarrollando en detalles y complejidad, convirtiéndose en teorías autodidactas que defendía con vehemencia siempre entre los suyos, no fuera cosa que lo tacharan de chalado y afectara al negocio; el único sustento familiar y anclaje natural de su existencia.
Su padre escuchaba sus extrañas teorías contemporizando la situación en la esperanza que con el tiempo sus descabelladas ideas fueran remitiendo ya que demostraba una destreza innata para el oficio, y además de ser su hijo mayor, era sin duda alguna el mejor aprendiz que había tenido en su vida, al menos eso pensaba él.
Las bases teórico-científicas que alimentaban las fantasías de Antonio eran tan precarias como su formación escolar y procedían de una lectura casual de un artículo generalista donde se resumían las leyes de Maxwell sobre el electromagnetismo y la irrupción en el mundo científico de las líneas de fuerza como concepto físico y materialización visible del campo magnético. Su lectura transformó su visión del mundo y del tiempo, y comenzó a teorizar sobre flujos y ondas temporales y por supuesto sobre la piedra angular y perla de su pensamiento: El tiempo como fuerza impulsora de la naturaleza.
Antonio sostenía vehementemente ante su padre que la fuerza impulsora de un reloj no era la energía potencial de una pesa o la energía mecánica acumulada en un muelle. Para él lo que realmente hacía mover los relojes eran las ondas temporales que el universo en su conjunto radiaba con su propio ritmo natural. De esta forma un reloj por definición se convertía en un instrumento detector de ondas temporales y no en una medición mecánica indirecta del tiempo a través de péndulos y acumuladores de pesas y/o muelles.
Así planteada la tesis de su teoría, su primera regla del tiempo se enunciaba de la siguiente manera: El tiempo es variable, por lo que ningún reloj mecánico podrá medirlo con exactitud por muy perfecto que este sea.
La segunda regla del tiempo decía así: La precisión del reloj dependerá de la sensibilidad del mecanismo en la detección de las ondas temporales y de la velocidad de adaptación a sus fluctuaciones.
La tercera regla rezaba: La variación del tiempo hace que existan compresiones y expansiones del flujo temporal, lo que implica que necesariamente existen perturbaciones del flujo temporal producidas por elementos que absorben o repelen dicho flujo.
De las reglas anteriores dedujo decenas de efectos directos e indirectos relativos al tiempo y le permitieron formular ciertos fenómenos “naturales” necesarios que le llevaban a inferir que el tiempo podría ser confinado y, como contrapartida lógica y natural, liberado a voluntad como si de una pila eléctrica se tratara.
Al cumplir los 25 años, con las limitaciones propias de su formación, plasmó estas tres reglas y sus corolarios en lo que llamó ampulosamente “Las leyes del flujo temporal” a imagen y semejanza de la publicación de Maxwell, su modelo de inspiración.
Pocos meses después de comentarlas profusamente con toda su familia y ante la sorpresa de su padre que esperaba algo menos sensato, le hizo saber que ya estaba preparado para ampliar el negocio introduciendo el reloj de bolsillo inventado cuarenta años antes por el suizo Philippe. Su padre era un relojero muy clásico y artesanal pero intuyó en la idea propuesta por Antonio que podría obrar el milagro de dar trabajo a toda la familia al aumentar exponencialmente el número de unidades a fabricar, por lo que apoyó a Antonio en la empresa. Poco después, el empeño de Antonio comenzó a dar sus frutos y la industrialización se hizo presente, y con ella la prosperidad. Lamentablemente su padre no llegó a verla ni a disfrutarla en toda su dimensión, pero su familia si.
Las locas historias de Antonio habían pasado a un segundo plano y dado cabida al pragmatismo de la madurez y de la realidad de sacar adelante una familia en tiempos de grandes cambios sociales y de enormes incertidumbres. No obstante sus ideas seguían vibrando en su interior y seguía “enganchado” a la ciencia - desde otra perspectiva – solía decir. Tal era así que una tarde entró por la puerta de su taller un señor con un reloj de péndulo de pared diciendo que no funcionaba. El cliente fue atendido por uno de sus aprendices quién tras una primera inspección llamó al maestro relojero del taller para que le echase un vistazo. Tras varios minutos de observaciones el propio Antonio fue llamado a observar la rareza. Al llegar allí, el maestro relojero le comentó que jamás había visto nada parecido: El péndulo recuperaba la vertical cada vez que se le daba un impulso manual y todo el sistema de impulsión estaba en perfecto estado y sin retención aparente alguna. Antonio verificó personalmente tal diagnóstico y tras unos segundos de reflexión, se dirigió al cliente que esperaba tras el mostrador impaciente un primer diagnóstico y con total naturalidad le indicó que eligiera el reloj de pared que quisiera del escaparate a cambio del que había traído. Con toda soltura y desparpajo el cliente eligió el más caro y, ante el asombro de todos, Antonio dio instrucciones para que al día siguiente le fuera instalado en su domicilio dando por cerrado el acuerdo.
El extraño reloj reactivó su prolífica y adormecida imaginación y durante varios meses se convirtió en su pequeña y secreta obsesión particular. Recuperó de un polvoriento cajón de su despacho sus apuntes junto con sus tres reglas, intuyendo que a través de aquel extraño reloj podría demostrar que su teoría funcionaba. El tiempo pasó y el negocio requería su atención por lo que poco a poco fue arrinconando su pasión hasta guardar el reloj bajo llave en un armario de su despacho.
Poco tiempo después, inaugurado ya el siglo XX, aparecieron los relojes de pulsera, una práctica solución a los relojes de bolsillo y el negocio volvió a dar un salto de calidad y cantidad, lo que permitió que sus dos hermanos abrieran sus propias tiendas de venta y reparación de relojes. Cuando ya creía haber enterrado en el olvido su extraño reloj, ocurrió algo similar con un reloj de bolsillo. Su descubrimiento fue absolutamente fortuito en una conversación casual con el encargado del taller de reparaciones quien le comentó su perplejidad ante un extraño fenómeno observado en un reloj que, a pesar de que su mecanismo estaba en perfectas condiciones, no conseguía que marchara. Antonio de forma instintiva le pidió verlo para comprobar tan extraño comportamiento y tras unos segundos de concienzudo estudio, le indicó que le ofreciera un reloj nuevo al cliente completamente gratis. Minutos mas tarde tenía sobre su mesa del despacho el reloj totalmente desmontado. Tras observar pieza a pieza con su habilidad y paciencia de artesano veterano volvió a montarlo con el mismo resultado: el reloj no marchaba aunque todo estaba en su sitio para poder hacerlo. Esa noche la pasó en blanco y el alba le sorprendió montando el reloj con piezas de terceros relojes ya que su teoría le hacía pensar que uno o mas elementos eran los responsables de tal comportamiento. Sin embargo, solo consiguió que funcionara al cambiar el mecanismo entero, o sea, un nuevo reloj con la caja antigua. Para mayor sorpresa suya ninguna combinación de las posibles conseguía que funcionara hasta que el 100% de las piezas eran sustituidas.
En su mente ya agotada se instaló el concepto de perturbación temporal: no podía tratarse de otra cosa y el fenómeno de sumidero de tiempo se abrió paso hasta instalarse en su fatigada mente. Había discurrido mucho sobre este efecto pero jamás había conseguido explicarlo y ahora creía tenerlo frente a sus mismísimas narices y seguía sin saber explicarlo. Así pasaron dos semanas de jornadas maratonianas, combinaciones interminables, pruebas empíricas de ideas traídas por los pelos y lecturas aún mas extrañas. Cayó en sus manos un artículo de prensa sobre la relatividad restringida de un tal Einstein del cual no entendió prácticamente nada, excepto la parte de la paradoja de los gemelos y la percepción del tiempo que cuestionaba la linealidad temporal y abría la puerta a encajar su teoría. Apenas creía en las casualidades y el hecho de que la misma se apoyase en las leyes de Maxwell se convirtió en una señal inequívoca de que la orientación de sus teorías era la correcta.
Lo simple es bello – se decía – y la explicación más simple y suficiente es la más probable, aunque no necesariamente la verdadera de acuerdo con el principio de Occam. La excitación fue máxima y la utilización de este principio fue el mejor tutor y rector de sus lucubraciones pseudo-científicas.
Al igual que había pasado en ocasiones anteriores, la pasión dejó paso a la calma y la sensatez y por extensión a la rutina del negocio. Dio instrucciones al taller de reparaciones para que cualquier anomalía le fuera comunicada bajo el pretexto de controlar la calidad de los relojes. Poco tiempo después casi a diario se hacía con un reloj anómalo candidato a su particular olimpo temporal. En poco más de un año acumuló en su armario especial mas de cien relojes de todo tipo, de péndulo, de bolsillo y de pulsera. Todos anómalos, todos singulares e incompatibles entre si cuando se trataban de modelos similares. Si cambiaba al menos una pieza de un reloj anómalo a otro, uno funcionaba y el otro no. Si cambiaba mas de una el funcionamiento basculaba entre uno y otro sin orden ni concierto, y en cualquier caso la precisión conseguida cuando lograban funcionar variaba sin ninguna lógica entendible para él.
La sorpresa fue aún mayor cuando comprobó que su reloj de pulsera y el de pared de su despacho llegaban a desajustarse varias horas en una sola jornada y siempre en retraso…. El sumidero temporal, sin duda, estaba delante de sus propias narices…¡Sus leyes comenzaban a cobrar sentido!
Poco tiempo después y llegado ya el año 1908, se hizo construir un taller anejo a su despacho en el cual pudiera trabajar en sus relojes fantásticos. Raro era verlo durante el día fuera de su taller y apenas salía cuando se le reclamaba por algún asunto del negocio. Molesto por la interrupción, se limitaba a dar instrucciones a través del ventanuco de la puerta de su taller que se mantenía las 24 horas del día cerrada.
El negocio seguía prosperando por la propia inercia del mercado, y el dinero fluía con la misma regularidad que la rutina del negocio: fabricar, vender, instalar, reparar….. La única nota discordante la ponía su dueño y propietario con sus rarezas, más propias de un ermitaño, que alimentaban las conversaciones de sus empleados. Llegado el mes de mayo cuando Antonio cumplía sus 50 años, algo cambió. El encargado del negocio dejó de ver a Antonio entrar y salir de su taller y aunque era frecuente llamar a su puerta y que no contestase, se sobresaltó al encontrar en el despacho de Antonio una carta manuscrita dirigida a él, según la cual le cedía sin mayores explicaciones la propiedad del negocio. Intentó dar con Antonio llamando primero a la puerta del taller y luego forzando la puerta del mismo, pero Antonio no estaba allí y tampoco sus relojes. Alarmado se dirigió a casa de Antonio, detrás del taller, pero nadie le abrió, seguidamente se acercó a la tienda de sus hermanos y tampoco estaban.
El misterio crecía por momentos y sin pensárselo dos veces lo puso en conocimiento de las autoridades locales, al igual que la carta que le otorgaba la titularidad del negocio. La investigación duró varios meses y fue muy dura para el encargado beneficiado por los extraños sucesos que pasó por fases cíclicas de sospecha e inocencia cada vez que la investigación se detenía y volvía a arrancar. Nada se supo de Antonio y de su familia, sencillamente habían desparecido de la faz de la tierra. Nadie pudo dar ningún indicio o pista de su paradero. Ni familiares, ni amigos, ni vecinos, ni conocidos aportaron nada que pudiera explicar los hechos, por lo que transcurridos 10 años y sin ninguna oposición de ningún pariente directo de Antonio y su familia, la titularidad de todos sus negocios pasó al fiel encargado quien continuó y expandió aún mas si cabe el negocio legalmente “heredado”.
El lector se preguntará el motivo que me hace contarle esta historia un siglo mas tarde de que haya ocurrido y la respuesta no es sencilla aunque muy verdadera ya que es el propio Antonio quien la cuenta a quien la quiera oír, lamentablemente muy pocos le toman en serio y menos aún son capaces de asimilar sus extraños argumentos. Doy fe de que Antonio está entre nosotros y que a la vista de todos luce sus inseparables siete relojes de pulsera, todos detenidos marcando horas dispares y, sin duda, ya remotas.
Su historia contada cientos de veces siempre versa sobre la familia y de lo difícil que le resulta encontrar razones para seguir adelante con su vida. Afirma haber cumplido 150 años pero no aparenta más de 50 años. Cuenta que su mujer falleció hace 20 años tras sufrir un grave accidente de coche que le obligó a quitarle los relojes pero lamentablemente no consiguió reponerse. Tras esto la soledad intemporal y omnímoda se instaló en su ánimo para no abandonarle más y ni siquiera su perenne estudio y observación pueden ya llenar su tiempo y últimamente una idea recurrente ocupa su pensamiento: Quitarse los relojes y dejarse mecer por el flujo temporal como cualquier otro mortal.
A lo largo de los años tuve muchos amigos, pero ya no me vive ninguno, lo que le me ha llevado a perder el interés por hacer nuevas amistades. No tengo ganas ni voluntad de seguir adelante, y mucho menos con mi investigación, la cual se ha vuelto mas filosófica que científica y mas tránsito cansino que meta vital.
Si algo he aprendido de la vida es que la certidumbre de la muerte le da el sentido que todos buscamos al tener conciencia de nuestra existencia, y el control del tiempo no hace otra cosa que diluir su sentido en una larga y crónica melancolía. Todos los valores que hacen a la humanidad están preñados de temporalidad y cambio, de inicio y de fin. Frenar el tiempo no me aporta nada, salvo la creencia de dominar a la naturaleza en mi favor. Sin embargo el disponer de tiempo sin más lo devalúa, mina el motor de la voluntad, anestesia la capacidad de sorpresa, desvirtúa la novedad y desnaturaliza la sensación de evolución y progreso.
Aquí le dejo amigo lector mis relojes y mis leyes por si fueran de su interés. Mi vida no ha sido más que una perturbación temporal, a partir de aquí ya todo vuelve a ser, por suerte,…. una cuestión de tiempo….
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