- No perdás de vista que querés hacerlo.
- Pero es tan difícil.
- Pero ha sido tu decisión.
- ¿Y si no lo quiero en serio?
- No has llegado hasta acá para pensar eso.
- Pero lo pensé antes.
- Pero antes.
- Nunca se me quitó de la cabeza.
- Te vas a rajar entonces.
- No, no he dicho eso.
- ¿Y entonces?
- Es solo que tengo miedo... es que me parece raro...
- Que no te parezca.
- Quizás todo esto no se me hubiera ocurrido si no te hubiera conocido.
- ¡Ya!, ahora me querés negar... ¡Cobarde!
- No, no es eso.
- ¡Cobarde! No sabés ni qué hacer con una buena idea, con algo difernte. ¡Tonta, inútil...!
- ¿No ves que es difícil?
- Nadie dijo que sería fácil.
- Bueno, pero me da miedo y eso no lo puedo negar.
- ¿No ves que es sublime?, ¿no ves que es algo elemental, algo que une con el mundo?
- Sí, pero no sé, no estoy convencida.
- Pero ayer no es hoy.
- Mirá, hacé lo que querrás, yo me rindo. ¡Me voy!
- No, esperate. Si lo voy a hacer. Bien sabés que al final lo voy a hacer.
- Que se vea, entonces. Ya me cansé de hablar tanto.
- Bien. Ahí voy.
- ¡Al fin!

Entonces Dorotea tomó la jeringa. Suspiró. La llenó de aire y se acercó al niño. El bebé estaba dormido, dormido como duermen los bebés. Con plena confianza; como si no hubieran peligros en el mundo. Dorotea se acercó e introdujo la aguja en esa piel suave y blanda. El niño se quejó e hizo intentos de llorar. El aire iba entrando, entrando...