para Éride
“¡Ya voy! ¡Estoy tratando de peinarme!”, gritó Leticia desde su habitación del segundo piso, al tiempo que intentaba – sin éxito – desenredar sus rulos colorines, aquellos que la acompañan desde que ella tiene memoria y con los cuales ha batallado por años, siempre con resultado desfavorable. Sabía que, si era perseverante, y lo intentaba a diario, alguna vez lograría desarmarlos, y tener el pelo liso, como su vecina a quienes todos llamaban La Coneja, por su silueta seductora y bien armada propia de esas modelos de revistas porno, y con la cual sacaba suspiros y piropos entre todos los hombres de su barrio. Y hasta algunas mujeres, claro está.
Pero Leticia no era así.
Allí, en su habitación, tenía todo lo que ella creía necesitar. Inclusive guardaba en un rincón un alisador de pelo, que luego de muchos intentos fallidos, yacía desde que un día no aguantó más. Es que la batalla contra esa frondosa cabellera cobriza era desigual.
Leticia suspiró, y sin poder disimular su frustración, bajó las escaleras rumbo a la cocina, donde su madre y hermano la esperaban con el desayuno.
- ¿Y lograste algo con tu pelo? Le preguntó su madre, mientras le servía su clásico café, ese que Leticia no podía dejar de probar, fuera la hora que fuera.
- Esta Leti está loca. Jura que va a quedar igualita a La Coneja. Con suerte le alcanza para muñeca Playmobil – agregó, siempre molestoso, su hermano.
Leticia lo miró. Sus ojos mostraron decisión, a la vez que se enrojecían y tornaban viciosos. Tomó rápidamente el resto de su café, y fue a buscar sus cosas a la habitación. Hoy le tocaba clases, y estaba atrasada. Bajó corriendo la escalera y, sin despedirse, salió.
Allí, afuera, estaba La Coneja. En camisa de dormir, y sin ropa interior, como era habitual en la mañana, para saludar a sus admiradores y, cómo no, tratar de ingresar uno de ellos a su mítico nido de placer.
“Patético”, pensó Leticia. Y, poética, la saludó, hasta con una sonrisa fingida. Era demasiado elegante para no hacerlo. La Coneja la saludó de vuelta con una sonrisa despreciativa.
Luego de eso, partió a su clase. Llegó justo a la hora y, para variar, no estaba de acuerdo con lo que el profesor hablaba. Levantó su mano y expresó su discordante opinión. El profesor no le hizo caso alguno, pues sabía que Leticia siempre estaría en desacuerdo, dijera lo que dijera. Además, en ese rato estaba distraído con una de las alumnas de primera fila, que usaba una minifalda con objetivo claro.
Leticia decidió tomar sus cosas, y retirarse de la clase. Iba ofuscada. Pasó al baño, y se miró al espejo. Nuevamente sus ojos reflejaron decisión.
Tomó una tijera, y tomó su cabello. Cobrizo y hermoso. Pero enredado y distinto. Pasaron segundos, minutos, y ella no sabía si hacerlo o no. No pensaba en otra cosa. Sentía que era lo que evitaba que fuera La Coneja. De pronto, cortó un mechón y lo dejó caer. Se detuvo, y se dio cuenta que no quería hacer lo que hizo. Lloró, sin consuelo, y luego de secarse las lágrimas con la manga, salió a la calle y se dispuso a tomar la micro.
Esperó, triste, la única micro que pasaba por allí.
Llegó la micro, y se subió. Pagó con su tarjeta, y observó los asientos. Quedaba solo uno, al lado de un joven que miraba distraído por la ventana, como sumido en trance. Leticia se sentó, algo torpe, rozando su rodilla con la del muchacho. Éste llevaba entre sus manos una bolsa, que contenía una muñeca, una muñeca Playmobil.
El viaje ya no sería el mismo.
*copyright 2008. Derechos de Autor Pablo Aravena C. |