Recuerdo con gracia la primera vez que anduve en bicicleta. Tenía alrededor de ocho años y vivía en San Luis desde hacía algunos meses. Una inesperada propuesta de trabajo hacía mi padre nos llevó de un día para el otro de Buenos Aires a San Luis.
Un Chevy fue nuestro transporte. Sin aire acondicionado y a ochenta kilómetros por hora vivimos una verdadera odisea. El calor agobiante del verano nos ponía de muy mal humor. El viaje duró catorce largas horas. En la cima de una apilada de objetos iba mi bicicleta celeste.
Durante el mismo compartía el asiento trasero con mis dos hermanas de edades cercanas a la mía. Para pasar el tiempo inventábamos inocentes juegos, como por ejemplo contar molinos o autos de determinada marca o color.
Para dormir nos turnábamos, mientras uno dormía los otros dos nos sentábamos arrinconados contra las puertas. Yo imaginaba San Luis cómo una fila concéntrica de casitas y me encontré con algo muy similar a la ciudad que había dejado.
El parque de la casa que la empresa contratante había alquilado era amplio, unos ochenta metros de largo y unos treinta de ancho. Allí empezaron las pruebas.
Mi instrumento era una bicicleta acorde a mi tamaño, de color celeste con una etiqueta negra a medio despegar. Por su puesto tenía las dos rueditas extra, que deben usar quienes aún no saben andar en bicicleta “como Dios manda”.
Una tarde, con mis hermanas, y mi tío (solo seis años mayor que yo), tomamos algunas herramientas y sacamos las rueditas. De esta escena incluso hay una foto que aún conservo.
Ese mismo día empezaron los intentos. Puse el pie derecho (el más hábil) sobre uno de los pedales y con el izquierdo, en tierra, me sostuve. Luego, en un movimiento rápido, puse también este pie en el pedal que aún estaba libre y con los músculos de las piernas hice fuerza.
La bicicleta empezó a moverse sobre la planicie del suelo cubierto de pasto. La sensación mecánica era casi mágica. La bici por fin se movió, gracias a mi esfuerzo, un metro y algunos contados centímetros, hasta que la rueda delantera perdió el rumbo y yo caí a tierra.
Poco a poco los metros de “vuelo” fueron aumentando. Hasta que por fin pude “andar en bicicleta” por primera vez. Lo cómico fue que después de recorrer algunos cuantos metros me llevé por delante una sábana blanca colgada de un viejo tendedero.
La sabana se enganchó en mi y así la transporte, sin ver absolutamente nada, hasta el portón de entrada, contra el cual me choqué. Me había convertido en un fantasma en pena vagando a plena luz del sol, pero que no podía atravesar la solidez de los cuerpos.
|