Amor de papel
Su trabajo le permitía viajar y conocer gente cada día, pero reír le era como una diplomacia absurda, que tenía que usar constante. Estaba harto de aparentar lo que no era. Tenía quince años de casado y aun cuando amaba a su esposa, a veces sentía la necesidad de desaparecer. Volverse humo o morir.
Claro que la amaba, era la madre de sus hijos y una costumbre tan arraigada como respirar, pero… La vida no es plenamente satisfactoria si sólo cumples con un sin fin de responsabilidades y te llaman: “Un buen hombre”.
Aquélla fue una jornada interminable. Llegó cansado y preparado con algún argumento para irse directo a la cama. Era una máquina que se conecta y desconecta dependiendo del tema a tratar, pero como en su hogar sólo se hablaba de dinero, prefería ignorar y meterse lo más pronto entre las sábanas.
Los días parecían eternos y las noches, con imágenes difusas, donde un ángel se apropiaba de su subconsciente experimentando un amor puro, insólito y sumamente satisfactorio. Los momentos más bellos de su vida eran esos. Estar desconectado.
Por las mañanas, los brazos tibios de su esposa lo despertaban ansiosos de caricias, y él hacía el amor con ojos cerrados, imaginando a la mujer de sus sueños. Así materializaba sus anhelos y de alguna manera lograba ser un poco feliz.
Ese día le tocó viajar por primera vez a San Blas. Terminando la entrega se sentó a observar el mar. El ir y venir de las olas le hicieron pensar en el cielo y el agua juntándose cóncavos en el horizonte, inseparables. Mientras él y su ángel nocturno sólo podían juntarse en la que era su esposa. En eso estaba cuando unos niños juguetones comenzaron a subir una loma donde se alcanzaba a ver una capilla pequeña, discreta.
Sintió la necesidad de seguir a los niños, de trepar como chamaco por los escalones ya destruidos y conforme se acercaba, ese lugar le apretara el pecho y por momentos lo asfixiaba. Lo atribuyó a la altura, pero jamás había sentido algo parecido, aún cuando estuvo en lugares más altos.
Mientras, interrogante, observaba el paisaje, recordó letras, unas grandes que podían divisar de lejos los tripulantes de cualquier embarcación, pero ¿Cómo podía saber eso si era la primera vez que estaba allí? Esquivó las piedras y rodeó la capilla para cerciorarse.
«LA VIRGEN DE GUADALUPE TE ACOMPAÑE»
Además… Las veredas, los rincones, las olas le parecían familiares. Eran pedazos de cielo que se desprendían de sus noches. Como si en ese instante su amada nocturna se levantara de entre los santos y le hablara al oído.
Los niños corrían inquietos por entre las rocas, reían como parte de un panorama mucho más esplendoroso…Cuando, de repente, sonó un disparo.
Instintivo volteó donde una casita en ruinas a la falda del cerro. Una gruesa lágrima surcó su cara. Allí estaba el árbol, donde por las noches se sentaba a platicar con su amada. Conocía ese lugar y no recordaba cómo, cuándo, pero cada detalle, cada paso, permanecía en la arena desde que se conocieron.
Blanca, de cabello negro azulado con el que bañaba su espalda. Aquellos zafiros que en la estrella de su centro lo estremecían hasta el hueso.
Un agudo dolor se le metió en el pecho, como si no tuviera suficiente agua el océano y aun así reclamara sus lágrimas. No sintió las horas, no se dio cuenta de que se fueron los niños. Sólo ella y él junto a una virgen de brazos abiertos que le recordaba el beso que nunca dio.
¿Qué le estaba pasando?
Comenzó a bajar los escalones hasta llegar a la casa de donde provenía la detonación.
Un charco de sangre, un ángel tendido ¿Acaso es ella la mujer que lo visita por las noches?
— ¿Qué le ocurre señor? ¿Lo puedo ayudar? —oyó la voz de una anciana.
—No, bueno si… ¿Escuchó usted algo?
— ¿Como qué, señor?
— No sé, un ruido fuerte, como de pistola.
—No señor, no tenemos pistolas acá. Antes los hombres iban de caza, pero desde que ocurrió lo de Teresita, los del pueblo tomaron medidas.
— ¿Qué ocurrió a Teresita?
— ¡Uy, señor! Vivía ella justo aquí. Era la niña más linda del pueblo, como también la más rica. Tenía trece años entonces.
— ¿Estaba enferma?
—Enferma de amor, aunque muchos creen que de la cabeza. Acá mire, justo donde usted está parado, quedó tendido el cuerpo. Sus padres le prohibieron el noviazgo con Jesús Carrillo. Era yo pequeña entonces, pero bien que recuerdo que hasta la virgen lloraba en aquellos días.
— ¿La despreciaba el hombre, no la quería?
— ¡No, qué va! ¿Cuál hombre? Si era un niño de su misma edad, siempre andaban juntos a la escuela. Se venían a darse caricias atrasito la capilla, justo bajo la bendición de nuestra santa patrona. Dos pichoncitos.
»Los viejos pensaron que Jesús no le era digno, al ser hijo de Doña Catita, la prostituta del pueblo, única… por aquellos años. Le corrieron al chamaco.
»Como Teresita era así como pollo apenitas emplumado, no aguantó la pena y con el rifle del padre se pegó aquel tiro en la garganta. Si bien que no lo olvido oiga, si bien que lo recuerdo.
— ¿Y Jesús? ¿Qué fue de él?
— Cosa rara oiga, que no crea que por ser hijo de mujer alegre, era cabro malo, más al contrario. Después de ese día, ya no rindió en la escuela y no hubo doctor que sanara su pena. Ahí lo puede mirar en la calle, se metió a la droga, se tiró a la milonga y a nadie le cuenta su historia. Está re-destruido. Poco más que mi edà tiene. Hasta dicen que sigue siendo virgen de cuerpo como de pensamiento. Quedó como sombra que pasea el diablo. Dibujando flores, patitos o cualquier cosa linda le pidan, pa’ comprar el vicio.
—Caramba señora, sí que es una historia triste. Gracias por contármela, un placer hablar con usted.
—De nada señor. La virgen lo acompañe.
Román muy confundido se dirige al malecón donde dejó aparcada su camioneta. En eso ve pasar la sombra del que fuera Jesús Carrillo, que no puede evitar agachar la cabeza. De alguna manera tiene memoria de estas vidas, pero no recuerda nada que lo relacione con aquel pueblo y con aquellas personas. Sabe que él no es Jesús y Teresita nunca fue su novia, pero también sabe que duerme con alguien que no es su esposa. Y sufre… y calla.
— ¡Oiga! ¡Señor! ¡Don Jesús! —el hombre voltea inexpresivo—. Disculpe, me dijeron que usted hace algunos dibujos y…
Jesús toma uno de los papelillos minúsculos que lleva en una mugrosa carterita. Saca un trozo de lápiz del bolsillo y se apoya en su pierna para dibujar.
No pregunta, no habla, no contesta… Le entrega el dibujo y se va.
— ¡Espere hombre! —Román se queda con unas monedas en mano y el dibujo de una preciosa niña de ojos zafiro en la otra.
Impactado, incrédulo.
¡Es ella! La que duerme en sus sueños, que le da vida y fuerza para seguir andando en un mundo cada vez más metalizado y absurdo. Que lo abraza y besa en otros labios.
Lo toca, Lo aprieta, lo moja y lo sabe. ¡Puede sentirla sin cerrar los ojos!
—Román, despierta, es hora de tomar tu medicamento
— ¿De qué me estás hablando?
—No volvamos otra vez con lo mismo, amor. Toma tus medicinas.
— ¿Por qué? ¿Por qué tengo que tomar esto?
—El doctor dice que tienes mucha presión, que necesitas reposo. Regresaste de tu último viaje enajenado, descompuesto, incoherente. Con la imagen de una niña apretada a tu pecho ¿Quién es ella amor?
— ¿Una niña? ¿Qué niña? ¡Ah! Ya recuerdo. ¡Esa niña! —vuelve a cerrar los ojos y contesta— Un amor de papel ¿Podrías apagar la luz? Estoy muy cansado.
A lo lejos, como eco que se apaga, las palabras de una anciana se pierden como se pierde una barca en el mar, con un incierto retorno.
«La virgen lo acompañe»
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