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Jamás hubiese imaginado que cosas le sucederían; ni como; ni por que.
Nadie lo sabe, y Germán no sería la excepción. Simplemente nos dejamos mover por el péndulo de la vida. A un lado, al otro, así discurre la misma. Creemos controlarla, pero no vemos los invisibles hilos que la mueven para mantenernos vivos.
Al igual que todas las mañanas, Germán se levantó de dormir. Muy placentero le resultó el descanso. Durmió sin interrupciones desde que se acostó a las once de la noche. Nada de llamadas equivocadas, feos sueños, o levantarse para orinar.
Reguló la temperatura de su calefón mas bien alta, porque en invierno gustaba bañarse de esa manera. Ingresó en la ducha, el agua caía por su cuerpo, y su pensamiento quedó como atontado por un momento. Luego de hacer casi lo mismo todas las mañanas durante treinta años. Se dio cuenta de lo rutinaria que era su vida; y como luego de tener que cumplir con alguna obligación por unos meses, se acentuaba aún más.
Miró el reloj luego de ducharse y apresuró el vestirse, porque sino llegaría tarde al trabajo. Salió de su casa sin desayunar, no por falta de tiempo. No le gustaba desayunar, prefería comer algo a media mañana.
Caminaba hacia la parada del ciento setenta y seis, cuando luego de girar su cabeza, Germán vio que venía el colectivo. Solo le faltaban cuatro cuadras; decidió entonces comenzar a correr.
Estas pequeñas cosas son las que hacen cambiar de dirección al péndulo, no las grandes y buscadas con premeditación.
Corrió como nunca, rápido, muy rápido. No quería voltear para no comprobar que se había equivocado en la decisión, y verse vencido al pasar el colectivo frente a él sin poder alcanzarlo.
Ya estaba muy agitado y sentía el latir de su corazón, no era parte de su rutina correr. Además de poner a prueba física el cuerpo, también evaluaba los sentidos. No quería llevarse por delante a ninguna persona; o peor aún, ser él atropellado por un automóvil.
Las dos cuadras que ya había corrido, las hizo sin mirar hacia atrás; no soportó más la duda y tuvo que hacerlo por falta de fe propia. Allí estaba, detenido en el semáforo desafiándolo.
El hecho fue bueno para él, disminuyó la velocidad con la que corría; y ya estaba seguro que llegaría primero.
Metió las manos en su bolsillo para buscar las monedas que necesitaría al subir.
Hasta Chacarita, le dijo al conductor y tiró de una sola vez las monedas en la máquina.
¿Hasta dónde? Le preguntó el colectivero.
Déme de ochenta por favor, le dijo germán con la voz algo alta.
Lentas, una a una iban cayendo al interior todas las monedas. Después de retirar el boleto, aunque sabía que había colocado la cantidad exacta, metió la mano en el hueco de las monedas esperando que de alguna manera; la máquina le regalara unas monedas. Tonto lo que hacía pero no molestaba a nadie, y mucho menos perdía algo. Lo intentaba creo, porque alguna vez había encontrado unas monedas. Y lo que intentamos y nos sale bien lo volvemos hacer ciegamente, confiados de que nuevamente saldrá bien.
Caminó por el pasillo hasta detenerse justo enfrente de un asiento vacío. No lo hizo por casualidad sino con mucha premeditación. No era la primera vez, sobre todo por la mañana. Estaba vacío, si; pero Germán no estaba cansado como para sentarse a pesar de su corrida.
Miraba las calles de San Martín por la ventanilla, como si se las pasaran por televisión. Ya estaban llegando a Gral Paz, y la cantidad de personas que lo miraban, y de seguro se preguntaban porque no se sentaba, aumentaba. Con la misma rapidez disminuían los asientos vacíos en el colectivo.
Cansado de sentir el peso de las miradas, estuvo a punto de gritarles a todos. A pesar de que lo deseaba no lo hizo, no era de ese tipo de personas, sino más bien tímido. Siempre le pasaba lo mismo al sentirse observado, sentía como un calor en la cabeza y se le secaba la boca.
Para tratar de olvidarse y de no pensar en que lo miraban, decidió escuchar música. Buscó en su portafolio la radio, y se colocó los auriculares luego de encenderla. Estaban pasando la cuarta sinfonía de Mahler, y por cierto no era muy alentadora, pero igual la dejó en esa estación.
El colectivo estaba bastante lleno, pero el asiento seguía vacío. Había gente parada que Germán pensó que necesitaba sentarse, como la abuela; a duras penas se podía mantener en pie cuando el colectivo viraba en alguna calle. Le preguntaron algunos pasajeros si no deseaba sentarse, pero la abuela les dijo que pronto bajaría.
Cuando vio que no fue así, se dio cuenta que ya no miraban más su persona; que era uno más de los que estaban parados. Pero algo sorprendente y anverso a lo anterior estaba pasando. Era como si el asiento estuviese podrido, roto o maldito. Nadie lo quería tomar, y al aumentar la cantidad de personas a su alrededor paradas justificase su estado. Vacío entre las personas como el abismo entre las montañas.
Cansado ahora; Germán decidió sentarse en el asiento despreciado por todos los pasajeros, sin saber por que ellos lo hacían. Al sentarse, necesitó buscar algo en que distraerse. Se puso él a observar a los pasajeros que subían, y a los que ya estaban en el colectivo.
Olvidado ya de lo que le que le había ocurrido; se quedó dormido escuchando el último movimiento de la sinfonía.
Fue luego de que Germán fue raptado de su vigilia, que el colectivo quedó atravesado en las vías del tren.
Por una mala decisión del conductor, que al cruzar las vías por la calle Triunvirato no notó que estaba en rojo el semáforo del otro lado de la barrera, fue que quedó parado justo en el cruce.
Todos los pasajeros menos Germán, antes que el tren lo embistiera, se bajaron del colectivo desesperados y muy asustados.
A pesar de lo que ocurrió, fue una tragedia feliz; decían los pasajeros.
Y murmuraban también el raro hecho de que un asiento estuvo vacío todo el tiempo.

Texto agregado el 04-04-2003, y leído por 643 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
05-06-2003 Me gusto mucho. Saludos. Era
 
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