Salí por el campo sin rumbo concreto, por senderos desiertos legué hasta la loma, y ví que sentado debajo de un tala, estaba aquel viejo que tanto conozco. El rostro escondido, parecía dormido: su caballo esperaba con las riendas al suelo. Caminé muy despacio, cuando estuve ya cerca, levantó la mirada, sus ojos brillaban, y ví la tristeza que había en su alma. Saludó sin palabras: se rozó el sombrero con su temblorosa mano. Me senté a su lado, intuyendo su estado, y mi mano posé sobre el hombro del viejo.
Él entonces me dijo.
– La recuerdo aquel día, lo joven que era, apenas dejaba de ser una niña, y yo apenas muchacho. Me miró con sus ojos de negro azabache, parecían luceros, y yo encandilado a sus brazos llegaba. Emanaba un aroma de dulce fragancia, que aún llevo guardada, muy dentro del alma y hace que nunca me olvide de ella.
Tal vez fue el destino, o el que llaman Cupido que certeras sus flechas, unió nuestras vidas y juntos crecimos. En sueños ficticios construimos castillos que el viento llevaba, sembramos los campos que nunca pudimos. Y fuimos felices en la casa del bajo; llegaron los hijos, que llenaron los cuartos, de risas y llantos. Crecieron muy sanos, y hombres se hicieron de paz y trabajo, marcharon radiantes formaron familia.
Yo escuchaba aquel viejo con oído atento, no quería perder el hilo del cuento, el seguía contando cual si fuera llenando, de recuerdos su alma. Quizás por que al cuento, revivía los gratos momentos. Y así lo seguía
–Despues trabajamos en el campo de al lado, yo fui arriero, peón, mientras ella cuidaba la casa, los hijos. Y cuando el sol se escondía, yo llegaba sabiendo que detrás de la puerta, siempre estaba esperando la gracia de un beso.
–Usted sabe m´hijo cuanto quise a su mama, hoy la pobre descansa, en la cuesta, acá al lado. Yo visito su tumba, cada tanto y le hablo, pero ¿sabe una cosa?, ella vivé conmigo, yo la llevo en el alma.