El fermoso doncel yace ya muerto en el barro dorado. El rocío del orín y las cacas sudorosas plagan el establo. Una descansa en el pecho, acicala su tronco; otra se agencia el título de “Conde Zurullo, Miembro del Anillo Cular, del Século Anal”.
“¡ACÁ CACA!”, anuncia la yegua más cercana. El puerquero, mierdero y putete magistrado la escucha, se levanta las enaguas de su sotana, va dejando un camino de cerumen que saca de sus cloacas. “Hijo mío –reza el enviado–, no debéis ser maculado. Deprecad cinco Padre-jode-estos y dad tres vueltas al tinglado”. “¡Qué puerquero, qué mierdero y qué putete es este tonsurado con la cruz en alto! –murmura la hez pequeña que asoma por el hoyo indiscreto del fermoso doncel– ¿No veis que ya está muerto?” “¡Por mis legañas, es cierto! Entonces que sean diez los Padre-jode-estos y que se asome al balcón abierto”. “¡Puerquero, mierdero y putete designao! –clama un rubio alto que nada tiene que ver– ¿No veis que el bienamao ha regresao?” El iluminado se orina: “¡Por el chancro que la casta mujer dueña de esta casa me ha pegado, es cierto, es cierto!”.
El charquito de gargajos toma la palabra: “¡Un pedo por los novios! –vitorea– ¡Dos pedos por sus hijos! –le corean– ¡Y tres por el doncel que fermoso se pudre!” “¡Hijoemi prístina puta! –interviene el rubio alto que nada tiene que ver– Ensalívome un pulgar y lo meto en las ventanas de aquel fermoso doncel. Una a una se va abriendo como flor del zacatal. Ahora mi dedo está perfumao con las excretas que se secaron”. “No hagáis caso al güero vergudo –exclama don Boñiguín–; él no toca pitos en el establo, toca puchas y cortezas cortesanas del cortejo fúnebre”. “¡Mi reconcha madre y el ojete de mi padre! –gorjea enojado en su ajuar de rubio alto que nada tiene que ver– Señor don Fermoso Doncel: afeitad su selva, aferrad cada pelo y embadurnadlo con mierda, después asadlo, ofreced algunos manjares a los invitados, los demás refrigeradlos”. “Se os está engatusando –advierte don Boñigón–. Este soez cojonista no consiente la tragedia. ¿Quién sois vos? –pregunta al gran tarado– ¿Qué hacéis en este cuento?” “¡Los güevos insólitos de mi madre y recontrapardiez! Yo soy el Cojonel Sam, y me ha traído el narrador”. “¡Narrador traidor, narrador güevón, narrador culero! –gritan todos a coro– ¡ANAL SAM AJADO, NO DA JAMÁS LANA!” Con desgano lamo el vello, les contesto, sobo el lomo, beso el sello putrefacto, pero no pidáis que deje mis palíndromos. “¡Palíndromos los tompiates del doncel que fermoso se endurece! –rebuznan los otros– Pero acaso este Sam maloliente abarca el siglo veinte. Las puñetas de su majestad la Nueva España le prohíben vuestras licencias”. Me contengo, saco piojos de mi pubis, ¡SAM EL FRÍO AMA OÍR FLEMAS!, comunico; nada sirve.
La discusión se enguye: Sam el cojonel revienta a un cosaco con tremendo proyectil, hecho del sebo de un obispo; el putete responde levantándose la sotana hasta la espalda; yo le muerdo la teta a una yegua; Don Boñigal se come a sus congéneres; la casta mujer encierra en un bote el perfume de sobacos y de pies para luego envenenar al bienamado... Y mientras se trenza la tremenda trifulca entre nosotros, el fermoso doncel dedica su tiempo a hincharse y dar la bienvenida a las pacíficas moscas.
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