MORIR SOÑANDO
Aquella primera noche fue difícil. No sabía claramente donde estaba, pero sabía que no era su casa. No sabía tampoco quien era el que dormía a su lado, rugiente de ronquidos terroríficos. Tan difícil fue esa noche, que no durmió. Se levantó cada cinco minutos a orinar, y una mujer lo reconvino. “Duerma, Humberto” “Ya basta de levantarse” La noche fue larga y oscura, y solo por la mañana, luego de un desayuno en una sala con otras personas desconocidas, llegó su hijo. Desorientado, le preguntó donde estaba. “Es una casa, aquí te van a cuidar. No puedes vivir solo, te caes, te pierdes”
Por momentos, como ráfagas a veces, como brisas otras, la claridad llegaba a su anciano cerebro. Recordó que su mujer, a la que había amado durante toda su vida, había muerto hacía un tiempo. Un año tal vez, o tres meses, quizá, que los tiempos ya eran todos iguales. Y recordó su propia soledad, su tristeza, su abandono. No quería comer, y por supuesto, no quería vivir. ¿Para qué?
Tenía noventa y un años. O noventa. Se le confundía la edad porque ahora, ya de viejo, le agregaba siempre uno. Físicamente estaba sano. Era un hombre fuerte, y se bastaba a sí mismo. Pero nada le interesaba desde la muerte de Graciela. Y desde entonces se dejó, lentamente morir. En realidad, dejó de vivir, lentamente. No se preocupó de la comida, y casi nada de sus ropas. Permanecía en la cama, y al levantarse se mareaba y trastabillaba. Algunas veces se cayó, sin lastimarse.
Ahora, en esta nueva casa, le esperaba la muerte. No le temía, no la deseaba. No le importaba. Rodeado de grises desconocidos, los días se convirtieron en grises. No había oscuridad de la noche, ni luz del día. Solo un indiferente gris eterno. Esperar la muerte no era espantoso. Era espantosamente aburrido. Lo blanco es futuro, o pureza. El colorido es alegría. Lo negro es muerte. Pero…que aburrido lo gris, que no es color, ni es blanco ni es negro. El anciano, fuerte pero abandonado, aburrido en su espera, dejaba transcurrir su vida entre grises.
No pensaba. Solo estaba. Algunas veces recordaba el pasado. Otras veces percibía el presente, en un dolor, en sus ganas de orinar que lo acosaban, en su deseo de evacuar el intestino, deseo maldito que nunca se cumplía a satisfacción. Pero nunca pensaba, nunca imaginaba futuros, nunca soñaba. Como que no vivía ya.
Una mañana, o tal vez una tarde, una voz suave pero cálida pronunció su nombre: “Humberto… ¡siempre igual!” “Una risita, por favor, una alegría quizás…” Ese día había una brisa suave y persistente en el cerebro de Humberto. Giró su cabeza, despacio para no marearse, y vio una mujer chiquitita, vestida de blanco. Era bonita. Usaba anteojos que la hacían graciosa y más bonita. Y detrás de los anteojos brillaban unos ojos alegres, que lo despertaron. La miró. Ella tenía un prendedor verde sobre su pecho izquierdo, y el hombre atraído sin pensar, lo quiso tomar. Rozó su pecho, y en un salto ella retrocedió. “¡¿Que hace Humberto?!” Y sonrojada, le tomó la mano, para separarlo.
Tal vez fue lo encendido del sonrojo, o el brillo de su mirada clara, el rosado de sus labios, o el color rubio oro de su cabello. O tal vez su risa simpática, o su perfume suave. O el contacto de su piel. Pero de pronto todo era color, y los grises se esfumaban. Sin entender mucho, el hombre sintió que sus músculos existían, y que circulaba sangre por su cuerpo. Sintió su corazón latiendo, y supo que aún vivía.
Desde ese día, esperaba cada momento en que ella pasara cerca. No decía nada. No hacía nada, pero solo verla le alegraba. Algunos ancianos le llamaban “palomita blanca”. Escuchó que alguien la llamaba princesa. Pero para él era un hada blanca y brillante que llenaba todo de colores y calor. Valía la pena esperar cada mañana, y escuchar el trino de los pájaros, que provenía de su risa alegre. O mirar el jardín de rosas rosadas, de rosas rojas, de tulipanes amarillos, de pensamientos bellos, o humildes violetas. Todo ese jardín que se desprendía desde el rostro del hada, que bajita y vestida de blanco llenaba todo de luz.
El hada caminaba cerca de cada uno. Riendo alegre, acomodaba sus ropas, observaba sus rostros, les alcanzaba algo de alimento, los abrigaba o desabrigaba, siempre cargada de bondad. A veces los retaba, pero un reto de ella era como un mimo casi, porque venía acompañado de una sonrisa.
Pero faltaba lo peor. Un día el anciano se hallaba parado al lado del hada. En realidad, el hada era una enfermera llamada Mónica. Pero para Humberto era un hada, y mientras la miraba observando su perfil, ella levantó sus ojos por encima de los anteojos y sonrió.
Los músculos mas recónditos de Humberto, aun aquellos que durante años no habían recibido mas que gotas de sangre, para que no murieran, revivieron. Sintió que tenía partes de su cuerpo que no recordaba, pero que volvían. Sintió cosquillas donde antes había silencio. Y de pronto, como muchos, muchos años atrás, se sintió enamorado.
Los días ya no fueron grises. Llenos de color, parecían transcurrir rápidos, desde la mañana a la tarde. Y cuando ella se iba, esperaba ansioso su retorno, soñando en ella, recordando sus gestos, imaginando un roce de su mano acariciando su cabello anciano… Estaba vivo ahora, estaba enamorado.
Ya no se caía. Comía con ganas, y le importaba el día de mañana. En realidad le importaba solo Mónica, la enfermera, o el hada. La familia, sus hijos, lo veían contento, y felicitaban a la enfermera. Cada felicitación un sonrojo, una sonrisa y Humberto que se enamoraba mas.
Un día se lo dijo al oído: “Te quiero” Ella lo miró y contestó: “Yo también”. Desde entonces el anciano soñaba día y noche con ese “Yo también”.
Y comenzó a imaginar mundos irreales donde juntos disfrutaban de caminar tomados de la mano. Y la llevó de vacaciones al mar, le regaló caracoles, y hasta una estrella de mar. La llevó a la montaña y desde la cima se adueñaron del mundo en su placer. Un atardecer en la playa, tomado de su mano, mirando el sol rojo que se hundía, se sintió el hombre mas feliz del mundo. Era un sueño, pero lo vivía como real, mezcladas en su mente anciana las ráfagas de realidad y de ensueño.
Otras veces le regalaba un papelito con palabras lindas, o un chocolate que le traía su familia. Ella se reía, se divertía y sonreía. No lo tomaba en serio, porque jamás supuso que ese anciano podía llegar a enamorarse de ella. Por otra parte, todos los ancianos le regalaban algo, todos la querían, porque palomita blanca, hada o enfermera, era una bella mujer que alegraba todo a su alrededor. Era uno mas, uno mas a quien consolar y acompañar, viviendo, hacia su descanso final.
El anciano, de cualquier modo, se sentía feliz de estar vivo. Soñaba sueños felices dormido y despierto, y por fin su mente se confundió. No supo ya distinguir la realidad del sueño, y su amor se convirtió en un delirio. Solo pensaba en ella. Ella comenzó a preocuparse, y pensó en alejarse de él, pero apreciaba a ese anciano honesto y bondadoso. Dejó que sucediera, que sin duda algún día se apagaría ese amor extraño. Y siguió, divertida, queriéndolo como a un anciano bueno. Y llenando de alegría la casa.
Fue cuidadosa y respetó el amor del anciano. Lo dejó amarla sin protestar, pero no dio cabida a falsas esperanzas. Y el anciano, sin entenderlo claramente muchas veces, se sintió querido, y tranquilo, siguió amándola, feliz de poder amar.
Un día lo encontraron todavía tibio en su cama. Sonreía en paz. En su mano tenía un papelito que decía: “Nunca me olvides. Nadie te quiso como yo”. Y el hada nunca lo supo, pero Humberto murió soñando en su sonrisa. Y esa sonrisa siguió siendo soñada eternamente, en su último sueño.
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