Quiere que todos crean que está bien, pero ella sabe que sus manos se cansan de reinventarse a cada instante para sostener un lápiz gastado de negro enlutado. Todo le sabe a victoria sucia o a falacia inmanente a las místicas noches de anís amargo y líquido. Tiene miedo, pero no lo dice. El chocolate amargo no hace otra cosa que romper sus labios profundos y amplios. No llorar y no pensar parece la causa más simple de presenciar aquella película mal catalogada por críticos desconocidos.
Sabe que siempre debe alzar los brazos al despertar, pero nunca le ha dado tregua a la responsabilidad de enfrentar la normalidad rutinaria de otros. Toma un vaso y lo llena sin saber cómo. El agua se ha ido secando en su propia piel. Le duele el pecho, la cien, y el ruido de la sangre corriendo por todos los rincones de su cuerpo la desconcentra en la faena de la purificación. Es insegura pero no lo cuenta. Para eso, mejor tejer con el crochet olvidado por el tiempo y depositado en un cajón por el destino. Flores, a ella no le gustan las flores.
Se pregunta de todas las formas posibles sobre la debilidad tan despierta que lleva consigo, y la muerte tan pronta de su juventud. Hace un par de años dejó de lado la vitalidad y el ser interior que le daba respuesta a todo. Nada parece tener sentido ahora, todo es un confetti de sucesos banales, marchitos y falsos; integrantes de la podredumbre natural que le ha encogido el alma.
Extraña la fiereza, la línea roja antes de cruzar el límite de la pulcritud y la vela que se asoma allá lejos... en un zizagueo incalcanzable, indescifrable, mudo, frío, áspero y laudatorio. No hay para qué mentirse: ella sabe que la única esperanza es mirar con los ojos más abiertos que nunca, lo que jamás se ha detenido a observar. Y ella se mira de pronto, su cuerpo, sus intentos y aquellos sueños de ayer que reiteradamente se esparcen en el presente. El trastorno del pasado, la posibilidad de recordarlo todo, justo cuando nadie viene a preguntar por sus escombros.
La niña se ríe de la vida, llora junto a ella en un rincón del tiempo. Huele a desesperación, huele a cerradura oxidada... no se culpa, ella sabe que no es más que un montón de líneas que le refrescan el sopor de la apertura ínfima de una herida inventada, como todo lo que sueña, todo lo que dice y todo lo que ve... |