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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clinicos de la vampira. Ansiada cita.

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En su celular encontró un mensaje de Julia. Le preguntaba si estaba bien, ya le habían comentado que habían tenido otra noche insólita, y lo invitaba a almorzar. Necesitaba relajarse y Julia le parecía la persona perfecta, tan amable y simpática; todo lo contrario a la que no podía sacarse de la cabeza y le ponía los nervios de punta. Si pudiera sacarla de la clínica con alguna excusa... se le ocurrió mientras miraba el techo en su oficina. Llamó a Julia y quedaron en un restaurant, cerca de donde ella trabajaba.
Al rato, vio algo que le extrañó. Porque Lina había insistido en que no tenía familia ni amigos, pero estaba sentada en un rincón del salón charlando con animación con un hombre que le resultó vagamente familiar. De inmediato pasó a la recepción, y le preguntó a Valeria de quién se trataba. Al oír su nombre, lo recordó en seguida.
–¿En serio te gusta este lugar? –le estaba preguntando Iván, mirando con suspicacia a los demás internos–. ¿Y qué hacen acá? ¿Electroshocks, o algo parecido?
Lina sonrió y movió la cabeza:
–No... Aquí nadie se extraña de mi vida, es tranquilo y por un tiempo... Yo sé que no puedo esconderme por siempre y tampoco lo deseo, es sólo un descanso. Ese que está allá es Fernando, mi terapeuta –señaló a Tasse que iba paseando con aire ausente por la terraza–. Quiere convencerme de que mis fantasías son deseos reprimidos de la infancia.
–¿Qué le has dicho? –exclamó Iván, alarmado.
–Todo. Seguramente no me cree. Pero es muy agradable poder hablar con alguien.
–Conmigo podías hacerlo... –la reprendió Iván, con amable reproche.
–No todo –replicó ella, desviando los ojos–. Pero dime, debe ser algo muy urgente para que vengas hasta aquí, luego de que quedamos en no vernos.
Iván, que estaba tratando de retardar su historia hasta saber cuánto podía imaginar ella de antemano, le contó que alguien la estaba buscando. Mientras lo escuchaba, ella se reclinó contra el respaldo y se cubrió la boca con una mano que temblaba ligeramente por esas noticias.
Esperaba algo así en cuanto le avisaron que tenía visita, sabiendo que Iván no iría por gusto. Pero se sintió aliviada; Vignac no había ido a la clínica porque supiera que estaba allí, o no habría tenido que ir al centro nocturno. Se trataba de una absurda casualidad. Sólo tenía que asegurarse de cuánto sabía el doctor Massei respecto a Vignac y su vida anterior.
–Qué buenos están estos agnolottis –comentó alegremente Lucas.
Mantenían una conversación ligera, evitando concientemente mencionar la clínica y los sucesos extraños de la noche. Julia asintió, sonrojándose por nada, y tomó un sorbo de agua, mirando por el rabillo del ojo el resto del salón. Todas las mesas estaban ocupadas, y los mozos iban y venían acalorados por el reducido espacio que quedaba entre las sillas. Tampoco era un lugar muy íntimo, pensó ella, tratando de no acordarse de la intimidad para no ponerse en evidencia.
–¿De qué te sonríes? –preguntó él extrañado, después de una pausa de varios minutos, en los cuales la joven había tratado de calmar los latidos de su corazón y recomponer su rostro–. ¿Estás bien? Pareces nerviosa. ¿No te habrás asustado por lo que te dijeron...
–No, para nada –replicó Julia, con cara de inocente, y algo que la estaba envenenando le hizo sacar el tema, aunque cualquiera fuera la respuesta sólo podía causarle daño a ella misma–. Así que también esta vez estuvo Carolina presente cuando se dio lo de Juan...
–Sí, todavía no sabemos cómo o por qué se descompensó Juan, tan bien parecía, y Lina... –Lucas titubeó antes de terminar, lo que puso a Julia a pensar– estaba conmigo en ese momento.
La pasta ya no le resultó tan sabrosa al doctor y aunque trató de mantener la charla, sus ojos distantes y lo voluble de sus palabras de allí en adelante, hicieron que Julia maldijera a Carolina Chabaneix por estropearle su cita, y hasta agradeció que justo se encontraran con la doctora Llorente que venía entrando y compartió con ellos el café, porque así Lucas no se daría cuenta de su irritación.

Apenas se había alejado el taxi con Iván adentro, Vignac se apresuró a subir a su piso y chequeando que nadie lo viera en el pasillo, usó una ganzúa para abrir la puerta y entrar en su apartamento. Revisó cada centímetro de la sala y luego siguió con el cuarto, aunque en el escritorio ya había encontrado los papeles que buscaba.
El pelirrojo se creía que era muy listo porque no lo vio siguiéndolo, incluso cambió de taxi en un centro comercial, para despistarlos si por casualidad lo tenían vigilado, pero no se le ocurrió que el anciano canoso con barba amarillenta y traje gastado que iba en un fusca blanco trabajara para Vignac. Este recién salía del apartamento, dejando todo bien arreglado, cuando sonó su celular. Al escuchar dónde se encontraba, casi se le cayó el aparato de la mano y soltó un insulto que hizo volverse a la desprevenida vecina que venía entrando al ascensor con un caniche. ¡Cómo podía ser que hubiera estado en esa clínica y no se hubiera percatado de la presencia de ese engendro, si él había observado cada rostro con atención! Tal vez, recordó con asombro, el cuarto vacío donde había visto unos dibujos a lápiz que le habían llamado la atención... Y en segundo lugar, el doctor Massei se había portado muy mal con él, ocultándole tal información luego de que hasta lo introdujera en el secreto de su familia.
En ascensor se había detenido en el vestíbulo y la anciana lo miraba con curiosidad desde la puerta abierta. Vignac se recordó a sí mismo y salió decidido. Sacó el celular y marcó el número de la recepción de la clínica Santa Rita.

A Iván ni siquiera se le cruzó por la mente revisar la carpeta con los papeles de Rina, que la vinculaban a Carolina Chabaneix, porque su visitante había dejado todo en perfecto orden, y no solía abrir la caja donde se hallaban. Reconfortada por la visita del mundo exterior, Lina creía que sólo tenía que preocuparse por el doctor Massei, y que quizás ni volvería a cruzarse con su enemigo.
Eran como las seis y media de la tarde cuando Jano, el cuidador, salió al patio de atrás a buscar una herramienta que había dejado olvidada, y se encontró con la nueva recepcionista husmeando por los rincones. Al menos eso le pareció, por su desconfianza cultivada por años, y le preguntó qué hacía todavía ahí, si no había pasado su hora de salida. Deirdre se volvió sorprendida. En seguida la expresión se disolvió en una sonrisa y trató de salir del paso. Sus artimañas hubieran funcionado con cualquier otro empleado o con el doctor Avakian, pero la seducción femenina no hacía mella en el endurecido Jano.
Vignac había oscurecido su habitación y sólo una veladora iluminaba los documentos extendidos sobre la colcha roja. Estaba contemplando los papeles y fotos, arrodillado frente a la cama, asombrado de cuánto había progresado de pronto, y a su espalda Deirdre lo estudiaba preocupada, sentada en un sillón con los dedos entrelazados sobre el regazo y los pies inquietos golpeteando la gruesa alfombra marrón.
Conocía su escondite, sus alias, su dirección, su dinero, y sus amistades; la última sobreviviente de los Tarant no podía escaparse de su venganza. Ya sabía cómo entrar gracias a Deirdre, de Valeria esperaba obtener las llaves de la clínica, y ya tenía contratado a los valientes que lo acompañarían.
–¿No le harás daño a los empleados, no? –musitó la pelirroja, de cuya presencia ya se había olvidado.
–¡Claro que no! –exclamó Vignac, paseándose por el cuarto con pasos elásticos. Luego le acarició la cabeza–. Ahora vete a tu casa y mañana ve a trabajar como si nada, para que no sospechen de ti. Yo debo encontrarme con Valeria –al ver sus ojos brillantes, agregó– por última vez.

–Qué bueno ser joven y soltero –exclamó Aníbal fingiendo un tono nostálgico y palmeándole el hombro. Lucas se volvió a mirarlo intrigado–. Porque las enfermeras siempre te tratan bien, con cafecitos y todo...
–¿Lo dices por esto? –replicó Massei levantando la taza humeante que llevaba en la mano–. Me lo preparé yo mismo, la verdad. Es un té de hierbas que me dio Julia para el estómago, porque la tensión me está matando.
–¿Ves? –confirmó el doctor.
Cuando lo vio desaparecer por la puerta, Lucas se tomó el último sorbo de un trago, se quitó la bata y tomó un manojo de llaves. El día anterior había tenido la precaución de cerrar el laboratorio del sótano, y quería verificar si el culpable había vuelto a la escena del crimen, tratando de forzar la entrada. Quedó helado: la puerta estaba entornada, y al empujarla notó que todas las paredes de azulejos blancos, las mesas y hasta el techo, estaban completamente cubiertas de círculos, pentáculos, estrellas de seis puntas, triángulos y símbolos extraños pintados en rojo.
En el lóbrego corredor del sótano, le pareció ver un movimiento y se apresuró a salir. De pronto se encontró frente a frente con Jano, quien había escuchado un crujido sobre el murmullo de la caldera. Lucas se quedó mudo, al darse cuenta de que Jano tenía un juego de llaves que le permitían entrar a todas partes sin quebrar candados. Por su parte, el sereno vislumbró por encima de su hombro los macabros emblemas de sangre y abrió la boca, murmurando:
–Santísima...
Lucas se apresuró a cerrar la puerta, cortándole la visión, mientras Jano se persignaba. Parecía sorprendido realmente, ¿sería el culpable, en definitiva?
Se le ocurrió preguntarle:
–Jano, ¿tú limpiaste el dibujo del cuarto de trastos?
El cuidador titubeó. ¿El doctor andaba en estas cosas? ¿Alguna clase de ritual satánico?
–Sí... –el viejo lo miró de reojo y arrastró la sílaba, pero después de todo se trataba de su jefe, y aunque fuera un buen cristiano dependía de vivir en este lugar, así que explicó–, la doctora Llorente y yo lo vimos ayer y pensamos que se trataba de alguna broma o travesura de los pacientes. Yo mismo lo limpié con un trapo de piso.
–Está bien... –Lucas suspiró y le puso una mano en el hombro como para tranquilizarlo y guiarlo hacia el final del pasillo.
Jano venía pensando en comentarle que había visto a la empleada nueva en una actitud sospechosa, pero la visible turbación del doctor al ser descubierto entre esos dibujos malignos lo pusieron a dudar de que fuera una buena persona.
De repente, Lucas se dobló sobre sí mismo presa de un cólico durísimo.
–¿Está bien? –Jano lo ayudó a pararse y al enderezarlo, notó que su rostro estaba gris y desencajado–. ¿Tiene dolores?
El doctor sacudió la cabeza. Se sintió mejor por unos instantes, pero al volver a la planta principal volvió a sentir un ardor, un fuego que le quemaba el estómago y subía hasta su garganta. Se pasó el dorso de la mano por la cara para enjugarse las perlas de sudor que se le habían enfríado sobre la piel. Al notar la visión borrosa se asustó, y colgándose de la manija logró entrar a uno de los consultorios, antes de caer desmayado sobre un sillón.

Texto agregado el 14-08-2008, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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