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Inicio / Cuenteros Locales / silenced / Dos alas rotas y una voluntad transeúnte

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Un sórdido techo de tela se alza a lo alto y ancho de este, un recinto sin paredes; me pregunto, ¿cómo harán cuando llueve?, ¿y si se moja el terciopelo de los asientos, y el público comienza a tiritar bajo las sombrillas repartidas a la entrada, y los niños se resfrían? En esta ciudad tan fría… ¿y si el color de los payasos se diluye, y sus narices se achican, y sus pelucas se aplastan?, ¿y si los leones se entristecen y los elefantes se disgustan? Sin embargo, prefiero suponer que ubican un plástico por sobre el techo de tela; prefiero pensar que el Director me lo ha dicho. Porque, ¿y el espectáculo?, ¿el que durante años ha iluminado nuestras ilusiones, que ha mantenido abiertas nuestras puertas? Se acabaría y significaría el final de nuestro esfuerzo… eso es lo que pienso que me ha dicho el Director cuando lo veo acercarse y decirme al oído del show que va a empezar: ‘Veinte minutos’. Entonces me preparo, me maquillo y peino mis cabellos; el vestido cabe perfecto en mi cuerpo bonito y los altos tacones le otorgan un esplendor parecido al de las estrellas. Las personas van entrando por las inmensas puertas de caoba al lado izquierdo del escenario; ingresan adultos y niños de todas las edades y alcanzo a ver sus rostros plenos de entusiasmo. Pronto los reflectores se encienden poderosos iluminando la inmensa pista con siluetas y colores. Un cartel se alza con violencia y el sonido producido por los bafles llena la carpa:

“The Abstracted Lie Circus presenta…”

Entonces, con la carpa a oscuras comienza lo anhelado, los espectadores tiemblan, surgen sombras terribles (para aterrorizar a cualquiera); todos sostienen la respiración, las miradas antes divertidas y curiosas adoptan ahora un dejo contenido, oscuro, absorto, ansioso y desesperado; ya nadie habla pero explota el estruendo de las trompetas, junto con las sonrisas de los que, uno por uno, van haciendo su maravillosa aparición; payasos, malabaristas, prestidigitadores, trapecistas, animales amaestrados y sus domadores, acróbatas, equilibristas, quirománticos y nigrománticos; al fondo, las sombras desaparecen. Gritos y ovaciones retumban a lo largo y ancho del escenario, se confunden con la fantástica inmensidad del espectáculo. Pero los actos terminan, la música se calla, han pasado tres horas y he visto al tiempo esfumarse. El reflector principal se dirige a iluminar una vez más el centro de la pista y una vez más el Director emerge, su voz amplificada resuena en mis oídos: “…ahora, un elemento especial, a quien nunca han visto, ha sido aclamada durante millones de noches y la de hoy es turno de ustedes. Una vez más una mujer tan hermosa como la esperanza que sé muchos de ustedes guardan esta noche”.

Hubo un tiempo en que las palabras del Director encerraban una verdad terrible; cruenta y desgraciada como la mujer que la poseía. Fueron épocas a las que denomino ahora como ‘de la cloaca’, un periodo de ocho meses que me costaron los dioses. Sin embargo, aunque prefiero olvidarlo, no lo quiero; y lo prefiero sólo porque la sociedad lo dictamina, lo pronuncia sentenciándolo como fondo del abismo; ‘seguir adelante’ es ‘lo mejor’ para el individuo.

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Si me disculpan, debo aclarar algo. El circo tenía la magia de la que carecíamos nosotros: los treinta y dos prestidigitadores que prestábamos servicio; éramos seres cuya debilidad les había arrancado el alma, les había desangrado las ideas, hacinándolos en una jaula de barrotes de tela. A lo largo de nuestras vidas ejercimos de mentiras variadísimos oficios, bajo trajes de satín y sonrisas afables; fuimos gerentes, directores, jefes y empleados de altísimo rango, manejando importantes empresas con una sola mano. Teníamos cada uno nuestra pareja conyugal y una extensísima familia a la que manteníamos con los ojos cerrados, dada nuestra muy envidiable remuneración de la cual estaba a cargo el Estado. Sin embargo, como no puede faltar en la vida de la Historia, algo andaba mal: nosotros treinta y dos éramos con el mundo y sin él; a pesar de los durantes felices, nuestras noches se suicidaban en un tedio que les quitaba el tiempo y nuestro miedo se volvía aberrante junto a la tensión de las mandíbulas –hago un paréntesis, pues esto ha devenido finalmente en un terrorífico bruxismo nocturno, parasomnia aletargante–. En algún momento, la superficie gravemente insondable de nuestro ser masificado tuvo que quebrarse dejando hondas grietas; y para vernos ahora abandonados aquí, efectivamente tal vez lo haya hecho.

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Apagan las luces nuevamente. Me pongo de pie y arreglo mi peinado y mi vestido con cuidado, teniendo en cuenta que no se doble; lanzan de arriba unos cartuchos de humo que revientan con violencia contra el suelo, y la sustancia un poco ácida que produce me obliga a cerrar los ojos. Cuando los abro nuevamente, a mi alrededor, veo a todas las personas que alcancé a divisar entrando entusiasmadas al circo; observo un cambio en sus rostros que encuentro comprimidos en un espasmo, plenos de dolor y júbilo, casi venéreo: colmados de éxtasis. Todas las miradas me penetran fijamente, las bocas abiertas destilan un hedor inmundo y puedo sentir sus latidos y su respiración viciada agitándose frenéticos. Voy a hablar, pero la voz no me sale cuando noto que la esperanza está en sus corazones. Desde esta jaula se aprecia el mundo en su exquisita magnificencia y mentira.

El discurso me resulta cada vez más engorroso y lánguido; sin embargo ya no me duele proferirlo:

Buenas noches a todos. Percibo su esperanza. Percibo su esperanza porque yo no la tengo. Me la sacaron de adentro hace un tiempo. Él murió y yo quedé sola. Pagué mi traición con la perpetuidad de su silencio. Me ha tocado vivir en una ciudad que, como yo, ha pasado su vida prostituyéndose, llenando sus vacíos con necesidades también prostitutas. Soy como Bogotá y como Colombia y como la necesidad, tres putas, y se sacrifica tanto a veces por tan poco. Esta soy yo, esta es mi verdad y mi espectáculo. Ahora les voy a contar una historia que encontré entre mis cajones. Una historia sobre la inocencia y la buena voluntad. Me la contaron hace seis años luego de media hora de retraso; también eran las nueve de la noche y estábamos los dos, uno frente a otro, recostados contra los vidrios de alguna estación de TransMilenio.

La tarde había pasado rápido; él tenía afán y una camisa a cuadros roja, puesta como al revés. A mí me fascinaba esa camisa.

– ¡Me fascina tu camisa!

Sonrió, con esas sonrisas tímidas que a veces se le salían. Con un dejo sarcástico me miró también a los ojos y sonrió de nuevo; esta vez se le olvidó media sonrisa.

– No entiendo por qué escribes sobre esto. Es muy aburrido.
– Simplemente un intento desesperado por hallar sosiego. La escritura es lo único que no me embrutece. Además la ingeniería es interesante.
– Pero mi historia no tiene nada que ver con la ingeniería. La ingeniería fue después.

Sí claro, después de haberme dado cuenta que era muy tarde, eran las 10:15… Ya recuerdo, la ingeniería fue después de transcurrido un año atosigada entre el odio y el aguardiente; cuando me volvieron las ganas de vivir, ahí en ese instante, fue la ingeniería.

– Sí, claro después. Porque lo que te pasó te pasó en el colegio.
– Lo que ya te dije. Yo tenía creo que quince años.

Aún no entiendo lo del embarazo, sigo pensando que lo engañó; pero yo no la conozco. Yo no conozco a nadie, ni siquiera lo conozco a él; intento siempre hacerme la desentendida. Eso pasaba con las llamadas telefónicas, con cada “¿y cuándo nos vemos?” y con todos los “no te preocupes, no hay problema, no tiene importancia” que depositaba por las noches, con las cortinas y la puerta cerradas, a cuentagotas en las botellas ya llenas que se desbordaban.

– Duramos poco más de un año ¿sabes? La alcancé a querer mucho.

A mí se me olvidó querer cuando comencé a tomar y cuando comencé a tomar se me olvidó el dolor. Ahora, seis años después, se me fueron el querer y el dolor. Ahora, seis años después, mi hígado es una masa metastática teñida de color whisky; que sabe al tiempo que la ingeniería me quitó.

– Sin embargo, no reniego de ella; jamás he renegado de ella; sólo tomé responsabilidad y decidí responder por ella. Son las consecuencias de los errores.
– Tenías dieciséis años.

Y cuatro tercios de vida por delante ¿Qué noción de la existencia se puede concebir a los dieciséis años? No fue enfrentar un error; nada de eso; fue una elección de vida. La mía también, no se preocupen, pertenece a mi intento por la subsistencia en este mundo insustancial; desde pequeña sufro el síndrome de Insuficiencia de la Sustancia, muy peligroso para quienes pretenden vivir de la esperanza. Y es precisamente por esto que me estoy muriendo en estos momentos. Yo por mi parte quiero y promulgo que se instaure a la depresión como estado de derecho; que se otorgue a la miseria un poco de ovación y de respeto por medio de la legalización de la dosis personal de Prozac. La prostitución debería instaurarse como ejercicio común de una profesión como las tantas otras y a la enfermedad y el suicidio legarse la salvación. Esta humanidad débil debe destruirse, someterse a sí misma a los más insólitos vejámenes; pido que en la criminalidad se configure la más pura manifestación de la libertad de obra y pensamiento, que se inviertan los valores, que se deje de tener miedo, que el hombre sufra su humanidad.

Cuando terminé de hablar los rostros expresaban tal asombro al borde de la convulsión que las lágrimas inundaron mi rostro. Entonces todos comenzaron a gritar frenéticamente, a ovacionarme aplaudiendo y chiflando. Era muchísima la admiración que sentían por mí. Me amaban, podía sentir cómo su alegría hinchaba paulatinamente sus almas. Agarré los barrotes fuertemente, el maquillaje y el peinado se habían estropeado, el vestido comenzó a desgarrarse. Grité. Caí desmayada en un rincón de la jaula… Todo en derredor se ve envuelto por una densa niebla, no escucho las palabras del Director que me observa orgulloso ni los chillidos emocionados de los niños rogando por un autógrafo o a los padres carcajeándose felices. Sólo siento que los reflectores se encienden una vez más y lo veo. Un muchacho moreno con una camisa a cuadros roja puesta como al revés.

Texto agregado el 13-08-2008, y leído por 98 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-08-2008 Coincido con akeronte respecto a la resolución, me parece una solución sacada del sombrero, como si el autor se asustase de su propia osadía. Por favor, no le tema. Espero hallar más textos suyos. eride
23-08-2008 Prefiero quitarle la parte final del manicomio, es como si rompieras la magia creada en toda la historia sólo por un gramo de realidad. La manera como creaste ese circo me pareció encantador. Yo convertiría la aclaración que haces hacia el principio como parte de la historia y no una intromisión del narrador. Una vez más el título me impresiona, pues no veo relación y supongo que si se lo pusiste es por algo que no veo. Gracias. Akeronte
 
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