Enero.
Un calor insoportable siendo las seis de la mañana.
Abrí los ojos como en una acción voluntaria y necesaria de levantarme, despegarme de las sábanas húmedas por la transpiración.
Ella dormía. Blanca. Pura. Ni el calor parecía sonrosas su piel.
La búsqueda de un poco de aire fresco me llevó a la vereda. Prendí un pucho y al levantar la vista estaba Lola. Barría su vereda como todos los días a esta hora. Me vio. Me saludó. Siguió con su tarea.
Yo me quedé fijado en ella. ¿Cuánto hacía que la conocía? Diez… talvez quince años, sí, más o menos, cuando ellos llegaron ya hacía como cinco que nosotros vivíamos aquí.
Sin embargo es como si hoy la conociera, como si hoy la viera por primera vez.
El pucho se me agotó entre los dedos, y yo sin poder dejar de mirarla.
Se dio cuenta, ¡pobre!, no se anima ni a levantar la cabeza. Es una sola con el vaivén de la escoba.
Es atractiva. Largísimo pelo renegrido, caderas redondas, cintura pequeña… pechos enormes!
Queca ya andaba en la cocina. Decidí entrar a que me cebe unos mates.
-¿Dónde estabas? Pensé que ya te habías ido.
-No… el calor, che. El calor me levantó. Salí a tomar fresco.
Mi día continúo con la rutina acostumbrada. El mercado, elegir la mejor verdura, discutir de política con los puesteros, volver a casa, abrir el boliche.
Pero no era como siempre. Lola ocupaba todos mis pensamientos: sus movimientos, su timidez, su pelo…
Los días siguieron así.
Queca no se daba cuenta de nada.
Las veía conversar sobre plantas, recetas de comidas, enfermedades de los niños…
Ella si se daba cuenta.
Ya no esquivaba mis miradas.
Y hasta comenzó a arreglarse más.
Uno de esos días apareció por el boliche con su pelo suelto, le caía todo hacia el costado, brillaba al resplandor del sol, se tornaba azulado. Hizo su pedido. Cuando le anotaba en su libreta, como en un arranque de atrevimiento, me preguntó: “¿le gusta como me queda el pelo suelto?”
El asombro no me permitió articular palabra.
Ante mi mudez, tomando una actitud de ofendida, agregó: “… se ve que no.” Y dando la vuelta como solo ella sabía hacerlo, salió sin volver la mirada.
Esa noche no pude conciliar el sueño.
Vueltas y vueltas en la cama. Queca preguntó que me pasaba.
-El calor, che… dormí no más.
La quietud de esa noche sofocante me llevó hasta el Río.
Con un cigarro en los labios, esperé.
El amanecer me encontró allí.
Desde el Río alcancé a ver a López despedirse y a Lola comenzar a barrer.
Caminé esos cincuenta metros con una tremenda pesadez, como si alguien o algo intentara retenerme, prevenirme…
Frente a ella, pude ver la emoción en sus ojos. Soltó la escoba, me tomó la mano y me guió.
Ya nada volvió a ser igual. Yo no salgo a fumar a la vereda ni ella sale a barrerla. Queca no habla. López da vuelta a manzana para no pasar por mi casa. Los niños no entienden porque no pueden jugar más con los del frente.
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