Por las tardes, cuando el mar se encontraba calmo y el buen tiempo acompañaba, solía sentarse en el borde de la cubierta a tocar la guitarra y a entonar (su voz de bajo era áspera pero afinada) canciones andaluzas, o bien, de contar con luz adecuada, a leer alguno de los libros que componían la biblioteca ambulante que llevaba a todas partes. Así se entretuvo mientras transcurría la monótona travesía que, durante cincuenta y tantos días, llevó cruzar el océano Atlántico en la fragata George Canning que había partido del puerto de Portsmouth (Inglaterra) con rumbo al austral Río de la Plata.
Durante las tediosas jornadas de navegación, aprovechaba para conversar con sus camaradas de armas y con ocasionales compañeros de viaje, en particular con dos atractivas y simpáticas jóvenes inglesas que formaban parte del pasaje; también solía distraerse observando las maniobras de abordo que ejecutaba la tripulación. Puede presumirse, además, que el ilustre pasajero destinaba parte del tiempo a cavilar acerca de su pasado reciente y de su incierto futuro. Es que, a medida que la nave devoraba millas alejándose de las costas europeas, crecía la inquietud que embargaba al sobrio capitán de caballería. Y no era para menos.
Con su renuncia al servicio activo, acababa de “arrojar por la borda” veintidós años de impecable carrera militar transcurridos en los campos de batalla de España, Francia, Portugal y el norte de África. En efecto, había combatido con meritorio desempeño a los circunstanciales y/o permanentes enemigos de la Corona española: moros, franceses, portugueses, incluso británicos, durante una incursión naval por el Mediterráneo. Su heroico comportamiento en los combates de Melilla y Orán, Arjonilla, el Rosellón, Albuera y Bailén, le habían reportado sucesivos ascensos en el escalafón del ejército realista. Por ello, gozaba de la confianza y del reconocimiento de su superior inmediato, el general marqués de Solano, quien sería asesinado en 1808 por una turbamulta, sedición en la que el joven oficial salvó la vida de milagro. En España, inmersa en un continente envuelto en permanente estado de guerra y, por entonces, convulsionada por la rebelión popular contra el poderoso invasor francés, aquel muchachito de origen americano que había ingresado a los once años al Regimiento de Murcia, se había convertido en un hombre maduro y en un soldado experimentado que conocía en profundidad el arte de la guerra y las modernas estrategias, tácticas y técnicas militares en uso en aquella época conflictiva.
Además de exhibir gran coraje y temperamento admirable en los combates en los que hubo de participar, se había destacado como jefe correcto y con dotes sinérgicas, como perseverante entrenador de soldados y eficiente administrador logístico de cuarteles, remonta y vivaques. Esta habilidad organizadora castrense la aplicó con gran solvencia en la ciudad de Cádiz, último bastión de resistencia de las fuerzas españolas a la invasión napoleónica que controlaba dos tercios del territorio peninsular. Por ello, el comandante de la plaza gaditana, general marqués de Coupigny, sentía un especial aprecio personal y un gran respeto profesional por su gallardo asistente de campo, el capitán José Francisco de San Martín.
Tan brillante foja de servicios y envidiable trayectoria militar se truncó en forma abrupta cuando, a mediados del año 1811, solicitó la baja del ejército español. Lo hizo aduciendo el pretexto de tener que viajar a América a resolver asuntos relacionados con el patrimonio familiar. Una gran mentira.
Es probable que, mientras la fragata británica se desplazaba hacia el puerto de Buenos Aires, San Martín haya experimentado cierto escozor íntimo al recordar los argumentos falaces que debió inventar para poder renunciar a su estado militar, de modo de liberarse del solemne compromiso asumido con la monarquía peninsular, a la que había prestado juramento de obediencia eterna y de marcial encuadramiento hacia su jerarquía. Falsedades que, no sólo lo descalificarían moralmente una vez que se conociera la verdadera razón de su insólito proceder, sino que podrían perjudicar al resto de su familia, en especial, a sus tres hermanos que continuaban luciendo el uniforme del Reino de España.
En 1810, una vez disueltas las Juntas de gobierno liberales regionales, el Consejo de Regencia de Cádiz se mantenía precariamente como la única autoridad nacional todavía en pie después de que Napoleón había obligado a abdicar al rey Carlos IV, encarcelado al hijo de éste, Fernando VII, y coronado a su propio hermano José Bonaparte, por entonces rey de Nápoles. Fue a este directorio regencial al que San Martín, según escrito de puño y letra presentado el 26 de agosto de 1811, dirigió su solicitud de baja de la fuerza. Según decía allí, el pedido estaba motivado en la perentoria necesidad de viajar a Lima, por entonces capital del Virreinato del Perú, a administrar sus propiedades. Según argüía, éstas no rendían una renta adecuada para asegurar la subsistencia del solicitante y la de sus hermanos, amén de que una atención personalizada de la lejana hacienda beneficiaría al Erario real con una mayor capacidad contributiva. Es decir, el peticionante se despachaba con varias mentiras juntas, a saber:
En primer lugar, los San Martín eran de muy discreto abolengo y nunca contaron con bienes raíces en el Virreinato del Perú; tampoco se conoce que dispusieran de un patrimonio extenso o ejercieran alguna actividad comercial que alcanzara para proveer de medios de vida que les permitiera no depender de puestos oficiales remunerados. En segundo lugar, si José Francisco había declarado a Lima como lugar de destino, había sido para aventar sospechas acerca de su verdadero propósito –viajar a la capital rioplatense-, dado que en la Península existían serias prevenciones hacia los súbditos de origen indiano que pedían permiso para viajar a Caracas o a Buenos Aires, por ser dichas ciudades los focos principales de la insurrección emancipadora que conmovía al continente americano. La Ciudad de los Reyes, en cambio, continuaba siendo fiel bastión del Imperio Borbón en fatal decadencia. En tercer lugar, como colofón del falaz argumento, no habiendo rentas disponibles, resultaría imposible que el rogante cumpliese la promesa de incrementar el tributo destinado a mejorar la recaudación del Fisco.
No obstante la ostensible endeblez del planteo sanmartiniano, la solicitud de retiro tuvo resolución favorable y fue concedida pocas semanas después, más precisamente el 11 de septiembre de 1811. El rápido desenlace de un trámite burocrático que pudo ser engorroso, controvertido y de incierto final, en parte pudo deberse a la opinión positiva que emitió al respecto su superior directo, el general Coupigny; también debió pesar en forma positiva la impecable foja de servicios del solicitante, cuya inobjetable conducta anterior no dejaba lugar a dudas ni a capciosidades. Además, en aquel crucial momento de la historia de España, el poder político y económico del gobierno, formado por juntas leales a la monarquía borbónica, se diluía a medida que avanzaban las tropas provenientes de Francia. Por ello, a los circunstanciales regentes que les tocó decidir esta puntual cuestión, les pareció que sería “buen negocio” prescindir de un oneroso oficial de caballería cuando Cádiz estaba superpoblada de militares ociosos, sin tropa que mandar y, de ese modo, ahorrarse un sueldo que recargaba el cada vez más exiguo presupuesto militar. Es evidente que aquellos funcionarios no podían imaginar que tan mezquina evaluación referida a la potencial utilidad del capitán San Martín, habría de costarle al régimen español el desmembramiento de sus principales colonias de Ultramar junto al ocaso definitivo del esplendoroso poder imperial.
Sean cuales fueren los motivos por los cuales San Martín fue dado de baja del ejército español y autorizado a viajar a Sudamérica, lo concreto es que poco tiempo después éste inició el periplo que, con escalas en Lisboa y Londres (donde permaneció tres meses), concluiría el 9 de marzo de 1812 al arribar a Buenos Aires. La ciudad en aquel momento estaba sometida al bloqueo naval que le imponía desde Montevideo el virrey Elío, peligroso obstáculo que la fragata pudo sortear gracias a la pericia y al conocimiento del estuario del Plata que demostró tener uno de sus compañeros de viaje (y secreto cofrade) el alférez José Matías Zapiola.
En poco más de un año desde su llegada a la capital de las Provincias Unidas, el futuro Libertador desarrolló intensas actividades en todos los órdenes imaginables, dado que, en primer lugar y por mandato del gobierno criollo, fundó el Escuadrón de Granaderos a Caballo; en mérito a ello, fue ascendido al grado de coronel de la incipiente nación. En segundo lugar, a sólo seis meses de haber descendido del barco, contrajo enlace con la niña Remedios Escalada (ella de 14 y él con 34 años). En tercer lugar, el hiperactivo militar protagonizó en octubre el primer golpe de Estado de nuestra historia (aunque no tomó el poder) que derrocó al Primer Triunvirato e instaló el Segundo. Poco tiempo después, el 3 de febrero de 1813, obtuvo su primera victoria militar en las barrancas del Paraná a la altura de San Lorenzo, Santa Fe. Cuando ya cumplía veinte meses de estadía en el país, fue nombrado Jefe del Ejército del Norte en reemplazo del general Manuel Belgrano que venía de derrota en derrota. En el período siguiente se trasladó del Noroeste argentino a Mendoza, preparó y comandó el histórico Cruce de los Andes y concretó la liberación de Chile y de Perú, completando así una memorable campaña libertadora para el asombro y la admiración de los pueblos de ambas Américas y del mundo entero.
En España, por el contrario, varias décadas después de su partida, estando ya avanzado el siglo XIX, la sola mención del nombre “José de San Martín” seguía generando comentarios reprobatorios e imprecaciones de tono subido. Éstos eran motivados en la supuesta deslealtad hacia la patria de adopción en la que no sólo había transcurrido media niñez, toda su juventud y buena parte de su exitosa madurez, sino que, además, era la tierra donde aún vivían sus parientes más próximos, sus camaradas de armas, sus afectos personales y sus recuerdos.
Así como en la Península Ibérica perduró durante mucho tiempo un resquemor hacia el triunfador de Chacabuco y Maipú, él jamás volvió a pisar suelo español, quizás previendo que, de volver alguna vez al país despechado, podría ser víctima de represalias públicas o privadas, por el perjurio en el que había incurrido. Tal es así que en los años ‘30, retirado de la vida activa y residiendo en Francia, fue invitado a efectuar un viaje de placer a Madrid y Andalucía por parte de su amigo y benefactor, el banquero Alejandro Aguado, pero el Gran Capitán se negó rotundamente. Es probable que todavía temiera que alguien se acordara del engaño con el cual se desembarazó para siempre del compromiso asumido con el ejército, con el emblema nacional y con la monarquía española para ir a remotas tierras a pelear en su contra.
Desde entonces, los historiadores de ambas orillas del Océano Atlántico han procurado dilucidar el misterio que rodea diversos aspectos de la vida de San Martín, en particular, las razones por las cuales, siendo ya un hombre maduro, un buen día decidió abandonar España para ir a guerrear a un lejano lugar que no conocía. En este punto hay que tener en cuenta que, si bien el prócer nació en Yapeyú (en 1778 era territorio misionero), abandonó el terruño antes de cumplir los cinco años de edad y no regresó jamás al pueblo.
Entre las diversas hipótesis historiográficas referidas al tema, están los que opinan -con sintonía telúrica- que San Martín acudió al irresistible llamado de la sangre nativa (incluso indígena, según los que sostienen que era mestizo). Otros, en cambio, se inclinan por la versión conspirativa que atribuye la trascendente decisión sanmartiniana a su inserción en la logia secreta de los Caballeros Racionales Nº 3 que operaba en Cádiz bajo la conducción del impetuoso Carlos María de Alvear (¿su medio hermano?), cofradía masónica que se dedicaba a reclutar en Europa militares indianos para enviarlos a las colonias a combatir por la emancipación. En similar dirección, están aquéllos que creen que San Martín operaba en calidad de agente secreto inglés, francés o lusitano. Finalmente, algún historiador menos propenso a los complots y quizás más reflexivo, sostiene que podría haber incidido en forma decisiva el hecho de que, por ser americano de nacimiento, la carrera militar de San Martín había encontrado un techo definitivo que ya no podía superar en el seno de la aristocrática y jerárquica estructura de las fuerzas armadas españolas, no obstante sus reconocidos méritos castrenses. Para una personalidad de tan apabullante empuje vital, semejante limitación profesional podría llegar a serle insoportable, más aún si intuía el nefasto futuro militar y político que el contexto internacional reinante en la época parecía deparar a España.
El Libertador, apenas repuesto de la crisis personal que había provocado la ruptura con el pasado reciente, arribó a Buenos Aires donde debió enfrentar un rumoroso coro de maledicencias y sospechas que lo hostigaron al principio de su estadía. Se dijo que, habiendo militado tantos años bajo el pabellón español, debía ser un espía enviado a desbaratar la revolución criolla. Otros, menos sutiles, insistían en atribuirle una dependencia orgánica del Foreign Office, no sólo porque había estado un tiempo en Londres conectándose con logias liberales de matriz británica, sino porque portaba un sable corvo (mameluco) que por entonces utilizaban los corsarios ingleses. También, los más insidiosos llegaron a decir que San Martín obraba por mandato del régimen parisino que, así como se había apoderado de la Madre Patria , ahora pretendía retener el dominio de las colonias ultramarinas. Estas habladurías fueron acalladas y en parte neutralizadas gracias al respaldo que le dio Alvear, hombre poderoso e influyente, hijo de otro hombre más poderoso e influyente aún. De todos modos, cabe acotar que, entre las interpretaciones de la conducta posterior del personaje, hay quienes atribuyen el desmesurado -e imprudente- arrojo exhibido por San Martín, en su bautismo de fuego americano (combate de San Lorenzo), a su obsesivo interés por demostrarle a la sociedad porteña que él estaba comprometido en forma sincera con la causa patriótica.
Sea definible o no como traición la conducta del general San Martín, lo cierto -lo que importa en términos históricos- es que su actitud personal fue decisiva para la gesta emancipadora. Al respecto, hay que agregar que en la ensayística política encontramos autores que reivindican la traición como un comportamiento imprescindible para la consecución de los procesos de cambio en sociedades en vías de transición. Por ejemplo, en un libro de origen francés que ha cobrado gran actualidad en las últimas semanas en la República Argentina , leemos:
“No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición es la expresión política de la flexibilidad, la adaptabilidad y el antidogmatismo.” (1)
Por su parte, un narrador argentino comienza una de sus novelas con el siguiente párrafo:
“Al arte y a la historia sólo se entra por la puerta de la traición. Si San Martín no hubiese traicionado a España, si Leonardo Da Vinci no hubiese traicionado a sus maestros, ninguno de ellos permanecería hoy en la memoria de los hombres. Existe un deber de traicionar en el ser humano, un mandato de subversión contra la herencia de los pensamientos, contra la rigidez de las costumbres, contra la tiranía de la moral,…contra la prepotencia de la fuerza, contra la extorsión de la culpa.” (2)
Hemos relatado la primera traición atribuible al Libertador. Habría que señalar que tiempo después hubo otra actitud controvertible de su parte. En efecto, cuando en 1819 el Director Supremo lo conminó a regresar con su tropa al país para reprimir la anarquía imperante en el interior, San Martín, empeñado por continuar la campaña militar en Chile y Perú, desobedeció la orden. “Se robó un ejército” –dijeron sus detractores. Pero ésa es otra historia.
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año VI – N° 42
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:
· Alberdi, Juan B: “Grandes y pequeños hombres del Plata”; Plus Ultra, Bs.As., 1991.
· Busaniche, José L.: “San Martín vivo”; Nuevo Siglo, Bs.As., 1995.
· Capdevila, Arturo: “Mi general San Martín”; Atlántida, Bs.As., 1959.
· Chumbita, Hugo: “El viaje del Libertador hacia sus orígenes”; Revista Veintitrés, 2002.
· García Hamilton, José I.: “Don José. La vida de San Martín”; Sudamericana, Bs.As., 2000.
· García Hamilton, José I.: “Por qué crecen los países”; Sudamericana, Bs.As., 2006.
· Jeambart, D. / Roucaute, Y.: “Elogio de la traición”; Gedisa, Barcelona, 1999. (1)
· Kohan, Martín: “Narrar a San Martín”; A.Hidalgo ed., Bs.As., 2005.
· Massot, Vicente: “Las ideas de esos hombres”; Sudamericana, Bs.As., 2007.
· Mayochi, Enrique: “Retorno al país nativo”; Instituto Nacional Sanmartiniano (web).
· Pasquali, Patricia: “San Martín. La fuerza de la misión y la soledad de la gloria”; Emecé, 1999.
· Romero, Luis Alberto: “Retrato de un mito. El prócer argentino”; diario Clarín, 2000.
· Sáenz, Dalmiro: “La patria equivocada”; Planeta, Bs.As., 1991. (2)
· Tjarks, Germán: “José de San Martín” (en “Hombres de la Argentina ”); Eudeba, Bs.As., 1962.
· ILUSTRACIÓN: “San Martín a bordo de la fragata George Canning”; óleo de Alexander Clark.
Trilogía EL PADRE (putativo) DE LA PATRIA
Fascículo 42: La (primera) traición de San Martín.
Fascículo 43: ¿El Santo de la Espada o el Cholo de Misiones?
Fascículo 44: “No vayas a la escuela porque San Martín te espera”
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