Fuertes Latidos, frente transpirada. Me desperté. El pánico permanecía dueño de mí. Miré el reloj por instinto: eran las cuatro y media. Respiré hondo y cerré los ojos rogando que la pesadilla no volviera. Me costaba dormir… talvez mantener los ojos cerrados haría que no aumentaran mis ojeras.
Me prometí que al levantarme haría lo que el psicólogo me había dicho: cruzaría el puente y me curaría. ¡Y a dormir una noche entera!
El rin-rin del despertador me devolvió a la claridad del amanecer. Había dormido, sin duda la sola decisión ya empezaba a curarme.
El agua tibia y relajante de la ducha me animaba a concretar mi hazaña.
Enfundada en una remera blanca y un jean desprolijo, (hacía varios días que ni siquiera lavaba…), me encaminé a enfrentar mi miedo.
Al subir al micro los recuerdos me atropellaron: cuántos viajes de vuelta a casa en época de universidad. Cómo han cambiado las cosas… hasta el olor de los colectivos es distinto. Los viejos lecheros han sido sustituidos por confortables minibús y las largas cuatro horas de travesía, que permitían conocer vida y obra de tu compañero de asiento, han sido reducidas a un par sin paradas (… y si querés hacer pis?).
Envuelta en tales pensamientos, no me dormiré, pensé. ¡Lo única que falta es que tenga una pesadilla en el ómnibus!
Iba rumbo al pasado. No recuerdo en que momento dejé de volver… el trabajo, la vida, los nuevos amigos, no sé, dejé de volver.
Casi sin darme cuenta estaba entrando al pueblo: la bajada del cementerio me imbuía en un mundo que había sido el mío y que voluntariamente había abandonado.
Casas viejas, arruinadas: signos de los años vividos, junto a majestuosas construcciones modernas que ostentaban su vida por delante… las calles rotas, las ventanas abiertas de par en par, la gente en bicicleta y ciclomotores. Muchos autos.
La pobreza y la riqueza. Ambas mostrándose con descaro.
Al bajar sufrí el choque del cambio de aire, salí al tufo, al aire caliente y seco tan propio de mis pesadillas, sentí temor.
Buena la Nueva Terminal, la vieja daba angustia… pero estaba más cerca de casa y no tenía que cruzar el puente.
Caminé por esa calle que de día dormita y de noche cobra vida. Me paré en esa esquina crucial. Desde allí intuía el puente, desde allí sentía su crujir de viejo, su zapatear altanero, sus carcajadas burlonas. Un auto me sacó de mi ensueño de un bocinazo: ¡estás loca, salí del medio!
Retomé mi camino. No reconocía a nadie. Recordé el tiempo de los constantes saludos, del as charlas callejeras que retrasaban, de las manos levantadas. Ahora no estaban… al único que conocía era a él, que con todo su orgullo senil se me aparecía cada vez más nítido y desfachatado: el Puente Negro. El Puente Ferroviario. El Puente.
Abajo el río, muy abajo el río.
Acá estaba finalmente. Como en las pesadillas: parada en un extremo mirando hacia el otro… allá, allá, allá lejos. No me animaba a cruzarlo, temía que las piernas no me respondiesen. “Yo quería cruzar. Yo quería saltar en el medio justito cuando pasase el tren y el temblor se uniera a las carcajadas de mis amiguitas… ¿por qué no disfrutar como ellas? ¿Por qué reír nerviosa sin soltarme de la baranda si yo también quería jugar?
Paralizada, entumecida… “¡Hola! ¡Vamos a la escuela! ¡Chau! Nos vemos el sábado en el grupo. ¡Creció el Río, tendrás que ir a misa por el Puente Negro! ¡Saltá tonta, no pasa nada! Tomá: esto es para vos. ¡Cruzalo en bicicleta, es divertido!
Paralizada, entumecida… la cara bañada en lágrimas y una voz desde muy dentro gritándome que cruce el puente y vuelva a casa. Vuelva a casa.
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