En el paradero del metro Taxqueña, un personaje de esos cuyo nombre no importa, pero mejor conocido como El Garra, se embucha unos grasosos tacos de birria en el puesto que está a lado de los periódicos. Ya es de tarde y el hambre arrecia. Termina su coca, se limpia los dedos en el pantalón y rápido se dirige de regreso al paradero de las peseras, a ver si todavía alcanza aquella que está llena de gente, la que está dispuesta a iniciar su viaje. ¡Súbale Xochimilco Villa Coapa, hay lugares! Aunque no haya lugares, el grito sale solito, como si estar parado ahí le dictara esta frase.
Ya por la noche, cuando el paradero está aliviado de gente, el Garra espera a que Melitón termine de trabajar. “¿Cuánto juntaste Garra? Como 200 varos, Melitón. ¡No mames! ¿Y tú? Yo junté como 150”. El último metro está por salir en un viaje que los llevará hasta Pantitlán.
Garra y Melitón se levantan a media mañana para ir a trabajar. Es después de medio día que los paraderos ya huelen a fritanga y los puestos ambulantes están tratando de atrapar clientela. Su trabajo se considera privilegiado, pues es la puerta de acceso a mayores aspiraciones. El primo del Garra les consiguió trabajo a ambos en diferentes rutas del paradero, y el sueño del Garra era llegar a manejar una pesera, pero antes, se la tenía que ganar a pulso. Con algo de tiempo, podría sacar un permiso de manejo con ayuda de su tío Samuel, dueño de cinco microbuses que manejaban sus cuatro hijos y él mismo. “Ya me estoy haciendo viejo, así que tú serás el próximo chofer, Garra. Nomás empápate tantito del negocio y te dejo la pesera”.
Pasan primero por sus respectivos licuados al puesto que está justo en la salida norte de la estación Tacubaya. “Quiubas, Carmelita. ¿Qué pasó, muchachos? Ora les preparo su choco milk. ¡Eso, Carmelita! Pero ya sabe, con algo de piquete. Eres bien pinche borracho, Garra, ya ni la amuelas. ¡Orale, Melitón! Es broma.”
Jeremías se despertó al final de la noche. Inquieto, sus ojos buscaban algo de sombra. Siempre el sol de verano le despertaba de lleno en la cara justo cuando apenas conciliaba el sueño, pero él así lo prefería para que no le sorprendieran las prisas. Los viejos casi no dormimos, pensaba, solo dormitamos a ratos. Se preparó para ir a trabajar como lo hacía todas las mañanas. En una bolsa rosa de malla guardaba unos aros de plástico, un traje de lentejuela –que tenía un brillo opaco de tan sucio que estaba- y su maquillaje. La bolsa todavía olía al último mandado del mercado: a pollo deshuesado. Se había olvidado de lavar la bolsa. Ni modo, pensó, ahora voy a andar oliendo a pollo crudo. Esa mañana decidió trabajar en alguno de los cruceros del eje 3 de Chabacano, cerca de la Doctores, porque los cruceros de Insurgentes a menudo se los ganaban los limpiaparabrisas. Tantos años en su oficio le habían enseñado que aquellos chamacos casi nunca trabajan solos, además, alguna cosa ya se habrán metido.
Tomaba algo de tiempo ponerse el pantalón. Los golpes todavía se sentían en sus huesos, y aquella riña, la que le costó 20 años de su vida purgados en el reclusorio norte, le hacían cojear profusamente. La lesión era un recordatorio de que su pasado es real. Un golpe en la cabeza con el tubo fue suficiente para encontrar la muerte que Jeremías no estaba buscando para aquél joven. Ahora ya no se acordaba porqué había comenzado la pelea.
Viajar en metro de alguna forma lo aliviaba. Sentía que podía moverse rápido, le gustaba pensar que aquel tren lo llevaría, con la misma velocidad que dejaba las estaciones, lejos de ahí, si tan solo se atreviera a ir lejos. Ya por las noches, el viaje de regreso a casa alimentaba su vacío de melancolía. La soledad era como una enfermedad que lo animaba a hablar con los pasajeros. Algunas veces pensaban que estaba loco, pero se daba cuenta que, cuando no se quitaba el disfraz de payaso, la gente hablaba más con él, así que optaba por no quitarse el maquillaje en sus viajes de regreso.
Al llegar a la estación Lázaro Cárdenas, salió por el lado sur, por donde está la Iglesia. Así se siente más protegido. Llegó al crucero todavía con el frío de la mañana. Sacó de la bolsa del mandado su traje de lentejuelas, se lo puso encima del pantalón y de su camisa agujereada, sacó su maquillaje y se pintó la cara usando la tapa de una lata como espejo. Terminó colocándose una pelota roja de esponja hueca en la nariz. Y una vez que tuvo enfrente la imagen de un payaso, sacó sus aros y se puso a trabajar. Si hoy tenía suerte, se encontraría a aquella guapa señora del Grand Marquis que le daba cinco o diez pesos, por lo menos dos veces por semana. Algunas veces, incluso, le daban un tamal verde. Así viviría hasta que su cadera o su vida se lo permitiesen.
Son ya las 3 de la tarde. El Garra va a donde se encuentra Melitón. “Oye Melitón, es temprano, vamos por un alipús pa’celebrar que nos fue bien ayer. Tú siempre tan borracho, pinche Garra, pero no sé porque te hago caso. ¡Vamos, pues! ”
Ambos se dirigen a los andenes del metro Taxqueña. Ven llegar los vagones naranjas que, cuando abren sus puertas, dejan en el ambiente un olor a neumático quemado. Se suben por la parte de atrás para alcanzar asiento y se van a una cantina del centro, en lugar de bajar en la estación Chabacano como siempre lo hacen, se siguen hasta Pino Suárez.
Ya por las 7 de la noche, salen de la cantina porque Melitón insiste en que tienen que levantarse temprano. “Otra vez se te pasaron las copas, pinche Garra. ¡No mames, Melitón! Me he puesto peor.”
Se suben al metro para después transbordar en la estación Chabacano. Es aquí donde el Garra siempre aprovecha para subir en los vagones de atrás porque vienen repletos de mujeres. La separación de personas se hace en las primeras estaciones del metro, pero en la estación Chabacano ya no hay tal distinción. Se suben al vagón iluminado de neón y comienzan a platicar.
Jeremías hubiera deseado haberse subido en otro vagón, porque el olor a alcohol lo estaba mareando. Quiere moverse de sitio pero no puede; su cuerpo está entumido; la gente le aprieta y el vagón de repente se hace muy chico. El ruido de la plática se desvanece –algo acerca de las peseras llenas de pesos- y Jeremías solo puede ver el movimiento de dos bocas.
“Oye, Melitón. ¿Ya viste a la morra que está detrás de ti? Sí, ¿qué tiene? ¡Pues que está rebuena! Ya la vi, Garra”. Se pierden los susurros entre el ruido del ventilador.
En el mismo instante, el metro se detiene súbitamente casi cuando ya estaba saliendo de la estación. La alarma suena hasta llenar los huecos de los andenes. Alguien jaló la palanca. Dentro de un vagón, una mujer joven está gritando como loca. “¡Alguien sacó mi monedero! Fue el payaso, seño, ¡yo lo vi! Sí, señito, yo también lo vi al viejo ése”. Llega la policía corriendo y se llevan a Jeremías entre insultos de la mujer y gritos de la gente del vagón. Su bolsa de malla rosa se ha quedado olvidada dentro del metro.
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