El hombre alado
A veces creemos que el presente es constante…Permanente. Sin un antes ni un después. Pero ese concepto trastabilla cuando el peso del pasado en nuestros hombros, hace acto de presencia para resguardar nuestra identidad.
Tonycarso
El hombre alado
El hombre hizo lento su camino. Tan sólo faltaban diez minutos para llegar al lugar de la cita concertada. Cita de sábado por la noche que se repetía desde un tiempo atrás. La cena era compartida y le agradaba desgranar sus palabras en pos de oídos hambrientos de relatos, sentires y rimas en metáforas.
El hombre caminaba lento; nadie apuraba su paso. Era como si en cada movimiento absorbiera un poco más de la Vida. Sus pensamientos confluían en un punto y por más que quisiese alejarse de él, caprichosamente regresaba a escondidas jugueteándole a su pesar.
Deseaba desplegar las invisibles alas en su presencia entregando definitivamente el alma en la extensión de aquel abrazo alado.
Su peso no era peso que disgustara en su paso lento. Sus pensamientos estaban más allá de las molestias por las contradicciones. Él avanzaba... Él arremetía... Él insistía en su terquedad hosca y solitaria...
- Algún día… – se decía -… se abrirían las puertas de la gloria y la dicha definitivas.
El hombre ensoñaba sus pensamientos con el recibimiento por venir. Imaginaba recepciones... Manos que se tocan con ansias de ser prisioneras en momentos eternos... Miradas en silencio, de silencios en miradas que deshacen, escudriñan y entregan el alma sin contemplación, sin temores y con tiempos a la magnificencia de la Vida.
Apoyó el pie en el umbral de la puerta, mientras su corazón se transformaba en un tambor selvático anunciando la aparición esperada.
La sangre bullía en su cerebro y tuvo que buscar apoyo en la pared lateral para aspirar profundamente… Los ahogos eran continuos... Las ansias estaban acumuladas y el solo hecho de imaginar su figura descendiendo las escaleras, con la sonrisa clara dibujada en el rostro, el abrir nervioso y torpe de la puerta apurada por entregar el abrazo a un abrazo esperado, hacía vibrar su cuerpo manteniéndolo en vilo. La mano se apoyó franca y abierta en la pared, su cabeza fue hacia abajo para tomar una bocanada de aire y despedirla en una exhalación. Repitió varias veces estos movimientos hasta regresar a la normalidad y retomar la seguridad de su postura.
No tuvo en cuenta el tiempo transcurrido, y se sorprendió observando en la penumbra de la noche iniciada, el ramillete de flores blancas que colgaban del laurel… Pero no dispondría de ellas. Esta vez prefirió que quedasen y terminaran su período de Vida en sus simientes.
- Esta noche no habrá flores blancas – se dijo sin darse cuenta que aquella frase ya contenía aroma a presagio-
Aspiró nuevamente mirando un cielo entre estrellas y nubes, y una luna incompleta, creciente y escondida en algún retazo del gran espacio… Lamentó entonces el no poder ascender como antes a su cielo y volar con aquella libertad que lo caracterizaba en sus dominios. Había descendido de él, no sabía en qué momento, ni recordaba la salida. Desconocía si lo había hecho en un descuido por sí solo, o lo habían desalojado impiadosamente, impulsándolo al vacío, al descenso, a los abismos… Y en su desesperación, arañaba las paredes de los tiempos y de los espacios de sus soledades y angustias, sangrando sus dedos sin uñas y sus manos sin piel, en el afán de encontrar la brecha que lo llevara feliz a su reino celestial eternamente abierto. Tal vez fueron esas tremendas ansias las que lo impulsaron a proyectarse hasta el pulsador y oprimirlo en dos oportunidades, por temor a no ser escuchado, con la gran ilusión pintada en sus ojos, en su boca y su alma.
Las manos estaban enloquecidas por acercar sus dedos y acariciar su rostro; su pecho ardía por adherirse al suyo y sus labios en fuego, para quemar en fuego a esos otros labios suyos. Temblaba. Era una débil rama sacudida por la brisa. Todo su cuerpo trepidaba… Pero templó sus alas; ellas harían el resto como lo hicieran otras tantas veces. Llevaba en sus grandes plumas, la magia de aquella poción que sumía en el encantamiento de un hechizo de amor.
El hombre estaba preparado. Así lo sentía. Así debía ser. Jamás con aquel sentimiento dejó de ser. La atracción era mutua, existía la dosis de química que lo hiciera funcionar… Había comunicación y nunca dejaron de percibirse aún estando en diferentes puntos del espacio… Ellos se llamaban y se encontraban… Se pensaban y se veían… Se deseaban y se poseían… Un solo cuerpo. Una sola mente. Un solo corazón.
No dudaba del poder que a ambos los unía, pero la luz que bañaría las escaleras, no se encendió… El tiempo transcurría y la oscuridad se había tornado transgresora de aquella ilusión.
Una voz impersonal se desprendió desde lo alto del gran balcón y una llave resguardada en un trozo de género, se precipitó al piso. No hizo ni siquiera el mínimo ademán de tomarla en el aire como otras tantas veces en las que hacía gala de sus reflejos. No, no era ella… Y su alma se desplomó sin estrépito, sus ansias se comprimieron en un grito sordo que pujaba en la impotencia, mezcla de broncas y desencuentros, de soledades y ausencias, de necesidades sin cubrir, contenidas en frustraciones de intentos vanos.
Tomó lentamente y en silencio la llave del piso, la introdujo con un movimiento mucho más lento en el orificio de la cerradura, deseando que jamás se abriera y despertar rápidamente de aquella pesadilla… Pero no… La cerradura cedió. No era una pesadilla, tampoco un simple sueño… La realidad era menos sutil y mucho más cruel.
La posibilidad que llegara más tarde no apaciguaba su dolor. Tomaría las fuerzas desde las oscuras profundidades, aspiraría todo el aire que pudiera, hincharía bien su pecho y dibujaría una sonrisa en su boca con mucho sacrificio y ardor, para entregarla a la anfitriona que esperaba solícita, apoyada en el respaldar de la silla, en uno de los extremos de la gran mesa. No comprometería a sus ojos, porque por ellos miraba su alma… No obstante, temía por su voz. Temía que ésta se tornara trémula, vacilante, ahogada por una angustia difícil o imposible de apaciguar con un trago de cordialidad.
Ya no pudo desplegar sus alas en aquella mesa. Cumplió con gran esfuerzo su cometido y se retiró prontamente. No controlaba sus acciones y temía cometer alguna torpeza.
El llanto sacudió a su alma en un vacío. Huérfano y desprotegido, partió.
Y fue ahí que enloquecido, clamó por los vientos, gritó con broncas el nombre ausente y abrió sus alas que se expandieron mucho más en el contraste de aquel cielo, perdiéndose en las oscuridades de las calles que soñara recorrer con ella, como final de una habitual cena, en un acostumbrado sábado por la noche.
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Cuentan los parroquianos en rueda de boliches, entre el vaho del alcohol que mana de las copas y raspa sus gargantas -que dicen estar siempre secas, a veces hasta la borrachera, mientras las comadres murmuran en orejas ajenas-, que de vez en cuando, en las noches con nubes y estrellas y un retazo de luna creciente escondido en algún espacio de un cielo infinitamente abierto y eterno del barrio de Flores, se escucha el batir de grandes alas acompañadas por brisas que traen en sus sonidos el nombre de su amada ausente.
También dicen que las sombras que se ven, no son sombras de nubes, son sus alas que permanecen extendidas para poseerla sin pérdida de tiempo, en un abrazo eterno con fibras finas de oro y plata, con engarces de armonía y amor, cuando la Vida le otorgue el derecho del último encuentro.
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