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Se me hizo presente el final de una tarde de verano que luego de una larga jornada laboral, me había obligado a pasear por las calles de Barcelona mi estimada ciudad. Por esas calles ensordecidas como resultado del progreso y las actividades mundanas. Sin prisa, sin ninguna intención de detenerme, ni tan siquiera para tomar en un bar una bebida refrescante y mucho menos para leer un diario que no había tenido ocasión de leer en todo el santo día, hasta llegar a la parada del autobús de la misma Diagonal Fue un encuentro casual e inesperado que se produjo cuando empezaba un lento paseo por la corta calle de Tuset. Después de tantos años desde que dejé de ser su alumno de séptimo de Bachillerato, su figura, no daba muestras de haber cambiado su majestad estática.
No se sorprendió al verme. Me pareció increíble que me reconociera, después del largo tiempo transcurrido, y todavía más, que siguiera manteniendo aquella actitud de suficiencia ante mi presencia de cabellos encanecidos, como si el recuerdo siguiera estando presente sin ocultar ni uno de los aspectos alegres de la pubertad del recordado momento en que fui su alumno.
No se sorprendió, bien que plantada ante mí como una especie de sufridora determinante que espera no se qué o a no se quién, continuó observándome impávida e inalterable. Intenté rememorar aquellos tiempos de nuestra juventud pero me demostró sin paliativos que no era el momento apropiado.
Todavía seguía siendo bella si bien su imagen ya lucía unas pequeñas arrugas. El paso del tiempo no nos perdona cuando recubre la ilusión la patina de la soledad. Yo seguía queriendo recordar aquellos tiempos y circunstancias vividos en el Instituto, cuando ella era mi profesora de Historia, decidida a no perder su autoridad frente a unos niños de diecisiete años, impresionados por su escultural presencia femenina.
Me parece recordar que todos la amábamos, cada uno a su manera, unos por su cultura, los más por su belleza,- en aquel entonces era también muy joven- los más por un deseo carnal incomprensible e indeterminado que, sin saberlo les despertaba el desconocido fuego de su sangre joven.
Ahora, como siempre, aparecía plena de seguridad, una seguridad alejada, firme, decidida a afrontar el peligro que inesperado, surge de las esquinas todas las noches.
En ese preciso instante, perdido en mis recuerdos de estudiante, su mirada me obliga a sentir un incomprensible y a la vez frío menosprecio. ¡ Vete niño ¡- me pareció oír dentro de mí – “estoy esperando a un hombre “. Y todo sin palabras, lo dijo con su fría mirada.
No esperaba eso Yo no pretendía nada. Me recreaba en los mil recuerdos de mi lejana época de estudiante. Unos recuerdos nítidos colmados de una admiración sin límites. Puede ser, pensé, que la vida no la haya tratado demasiado bien. Que haya perdido parte de la fe en la entereza de su propia estima. No lo entendí, aunque pensé que la dureza de la vida nos hace cambiar a todos nuestro concepto del sentido de la esperanza. Lo que estaba meridianamente claro, era que aquel momento, no era nada apropiado.
Luego de un impensado deseo de no despedida, seguí caminando lentamente hacia el autobús de la línea siete en la mencionada Diagonal. Más tarde, unos segundos más tarde, un frenazo violento me despertó de mis recuerdos. La atropellada era ella, estaba magullada, pero estaba viva. De nuevo las circunstancias de aquel, para mí, encuentro jubiloso, no habían sido las más apropiadas
El hombre, o la mujer, caminando solos entre miradas saben que pueden perderse , pero rara vez aciertan con la esquina.


robertboresluis@hotmail.com

Texto agregado el 10-08-2008, y leído por 85 visitantes. (1 voto)


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