Las grandes potencias, monopolizan todos los aspectos de la sociedad humana. Sus políticos, son figuras que trascienden todos los ámbitos y sean buenos, regulares o decididamente malos, son personajes influyentes en el devenir mundial. Sus comentarios resuenan hasta en los más alejados rincones de esta multipoblada esfera. Nada que suceda en el mundo, excluye a estos santos patronos del orden o desorden establecido. No hay guerra que no los cuente como patrocinadores, ni paz que no se deba a sus plenipotenciarias facultades.
El arte lo proclaman las grandes potencias y su influencia se propaga por el orbe como palabra divina. El cine, la música, la moda, los deportes, todo ello es patrimonio de sus fronteras, tan aptas para esparcir y tan cerradas para recibir la influencia de los puebluchos de tercer orden.
Existía un país tan pequeño, que no figuraba ni en los mapas. Era una islita perdida, en medio del Océano Pacífico. Aún así, la opinión generalizada de los cuatrocientos habitantes que la poblaban, era que Tomaticán se merecía figurar en los lugares de privilegio del concierto mundial. Y, de este modo, se devoraban los escasos periódicos que llegaban a sus escuálidas fronteras, muy a lo lejos. El enfermizo afán de encontrar siquiera una imagen que se refiriera a ellos, nunca era satisfecho. Dicho sea de paso, casi todos los tomaticanes eran analfabetos. Pero aclararemos esto en el subsiguiente párrafo.
Tomaticán tenía un equipo de fútbol que jamás había ganado encuentro alguno en sus escasas disputas internacionales. Esto, en realidad, no es del todo correcto, ya que en una ocasión, el equipo ganó por no presentación del cuadro rival y, en esa oportunidad, hubo feriado nacional y los carnavales duraron una semana. Pero, en la próxima oportunidad que midieron sus ratoniles fuerzas con un oponente más encopetado, éste les endilgó un 16 a 0, que vino a sumarse a la triste galería de goleadas catastróficas.
Como decíamos más arriba, era un país analfabeto, en que la deficiencia mental era la constante, el más cuerdo de todos, un retrasado que apenas sabía deletrear su propio nombre en su cédula de identidad –lo que recuerda aquel refrán que dice que “en el país de los ciegos, el tuerto es rey”-, fue elegido “Precidente de la repúvlica”, así, con tales vergonzosas faltas de ortografía, ya que, como analfabetos que eran, también hablaban con faltas de ortografía. Y como nunca surgió alguien que supiera cuanto es 1 más 1, el tal “precidente” reinaba con facultades vitalicias.
Sucedió algo que pasó a transformarse en un hecho histórico, narrado después oralmente, de generación en generación. Un buque enorme, que pasó a varias millas de la costa de Tomaticán, fue sorprendido por un violento huracán y se hundió, con toda su tripulación.
A los pocos días, un tipo apareció en la playa, era un ocupante de aquella nave, que, a duras penas, pudo llegar allí y ahora, tendido sobre la arena, acezaba como una tonina degollada. La gente corrió a socorrerlo, fue arropado y llevado a una modesta vivienda.
Días más tarde, el tipo había recuperado sus fuerzas y se dirigió a los lugareños.
-Tengo el agrado de decirles a todos, que soy el Primer Mandatario de Estados Unidos.
Como, casualmente, el inglés era el idioma oficial de aquel país, acaso porque este idioma es la plaga más extendida del orbe, que ataca de preferencia a las almas desnudas de conocimiento, los lugareños se enteraron que aquel señor debía ser alguien muy importante.
-Díganos señor, ¿qué es ser primer mandatario?
El visitante, sonrió con sorna. –Esta es la mía- debe haber pensado para sí, acaso imaginando las inexploradas minas de cobre, los suculentos e intocados yacimientos de petróleo, las salomónicas minas de oro, plata y manganeso, del estratégico enclave que significaba esta pequeña isla para sus fines.
-Primer Mandatario, señores, es ser el principal servidor de la comunidad toda- dijo el hombre y los demás, se miraron entre ellos y se rieron con ganas. Lo que pasaba era que ellos ya tenían ese servidor público, un hombre que se bastaba con deletrear su nombre en su carnet de identidad y que ordenaba esto y aquello para que ellos, simplemente obedecieran.
Por lo que, le entregaron el uniforme oficial de Tomaticán, es decir, un saco de arpillera con huecos para la cabeza y los brazos y un pantalón raído de burda tela.
-¿Alguien tiene un teléfono celular?- preguntó el Primer Mandatario y los demás se encogieron de hombros. Por lo que parecía, el tipo gustaba de fantasear, ya que, lo más tecnológico que existía en la isla, era una radio a pilas que había dejado de funcionar hacía muchos años.
En EEUU, se realizaron exequias fúnebres simbólicas para este líder. El mundo calló anonadado ante tan infausta nueva. Claro, en algunos países hubo celebraciones que se extendieron durante semanas.
En Tomaticán, nación inexistente en todos los mapamundis, se trabajaba de sol a sol. Pero, uno que parecía menos retrasado que el resto, se había ganado la confianza de su grupo de trabajo. Preparaba una escalada para sacar del gobierno vitalicio al más letrado de la isla...
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