JUSTINA Y LA PRINCESITA
Y llegó el viernes que tanto había esperado Justina. Al fin conocería a la Princesita de Inglaterra que venía de visita en su propio avión.
Mientras su mamá le ayudaba a ponerse la falda verde oscura y la blusa rosada que le compró para la ocasión, Justina seguía contemplando la foto de la Princesita pegada en la pared de su dormitorio.
-Sí, ella es de otro mundo, ella es tan diferente a todos...- pensaba con los ojos cerrados.
-Ya sabes, hija. Le das un beso a su mano derecha y le dices así como suena: "Uelcom, Princes", que significa: "Bienvenida, Princesa"- le repetía la mamá una y otra vez, hasta que salieron y tomaron el taxi para ir al aeropuerto.
Gracias a sus excelentes notas, Justina se ganó el derecho de recibir a la Princesita a nombre de su colegio.
Justo cuando llegaron al aeropuerto, el avión de la Princesita aterrizaba ante el júbilo de cientos de grandes y chicos que flameaban banderitas inglesas y peruanas. Apresuradas, Justina y su madre se abrieron paso a empellones entre la enorme multitud, hasta llegar al salón de recepción.
Allí estaban otros alumnos seleccionados que darían la bienvenida a la ilustre visitante.
De pronto, una solemne voz de mujer se oyó por unos parlantes: "Niños y niñas, demos un caluroso aplauso a la Princesita Hellen de Inglaterra".
Entonces, se abrieron las puertas de vidrio e ingresó la sonriente Princesita ante la algarabía general. Era altísima, de suave andar, de largos cabellos rubios sobre los que se lucía una coronita llena de perlas. Vestía un brilloso vestido blanco, y un saquito azúl abrigaba su cuerpecito delgado.
-Es un gran placer, conocerlos, niños peruanos- dijo la Princesita con un español muy bien pronunciado, mientras iba dando la mano a cada alumno.
Justina se quedó muda e inmóvil cuando la tuvo al frente.
-¡Justina, salúdala, como te enseñé!- se oyó el grito de regaño de la madre.
Pero Justina seguía por la nubes, contemplando a la Princesita como si viera a un bello extraterrestre.
-Sí, ya me convencí, ella es de otra galaxia- murmuraba, fascinada por esos ojos que no sabía si eran azules o verdes, hechizada por esas manitos finas que se movían tan delicadamente.
Entonces, solo cuando vio que su enojada mamá se acercaba, recién Justina pudo despertar del encantamiento.
-Uelcom, princes- dijo tímidamente Justina y casi se desmaya de la emoción por el beso que le dió la Princesita en la mejilla.
-Sí, ella es una marciana, ella es de otro planeta- pensaba, mientras veía a la Princesita saludando a otros niños, hasta que finalmente suspiró de pena al verla salir del salón, creyendo que nunca más la vería.
Al rato, cuando todo el mundo abandonaba el aeropuerto, Justina entró al baño para mojarse la cara. Su madre quedó esperándola afuera.
Poco después, en el momento que terminaba de refrescarse el cuello con el pañuelito húmedo, vio entrar a una mujer gorda, pidiendo en voz alta a todas la niñas que desocuparan el baño lo más pronto posible.
-Justina, hija, apúrate que la Princesita quiere hacer la pila- le dijo su madre desde afuera.
Entonces, una expresión parecida al pánico se dibujó en su rostro. Le costó hablar durante algunos segundos.
-No puede ser...¿que la Princesita quiere hacer la pila?...Debe ser una broma- murmuró finalmente Justina, incrédula.
Pues no era una broma. Con sus propios ojos vio ingresar apresuradamente a la Princesita al baño.
-¿Y esa cara?- le preguntó su madre cuando la notó salir del baño con la mirada triste, desilucionada.
-Es que...es que yo....- dijo Justina sin concluir lo que iba a decir y empezó a llorar.
Su madre, desconcertada, la cargó y tomaron el taxi de regreso.
En el camino, después de consolarla largo rato, recién pudo saber el motivo de la pena y el llanto de su hija.
-Es que yo creía que ella era distinta a todos. Pensé que una Princesa nunca hace la pila- había confesado la inocente niña, secándose las lágrimas con su pañuelito blanco.
-Justinita mía, con corona o sin corona, todos somos iguales. Todos comemos, todos nos enfermamos, todos a veces reimos, a veces lloramos, todos amamos algo, en fin, nadie es distinto a nadie- le decía su madre, abrazándola.
Por la tarde del día siguiente, Justina salió de su casa y miró hacia las nubes. Ella sabía a qué hora partiría la Princesita de regreso a su país lejano. Miró su reloj y calculó que pronto pasaría por arriba de su barrio el avión inglés.
Entonces, un rugir de motores estremeció los cielos de la ciudad. Justina alzó sus brazos y los agitó con fuerza para despedir a aquella niña Princesa, que, como ella, juega, baila, duerme, canta; que, como ella, sueña a veces cosas bonitas, como también a veces sueña pesadillas; que se golpea de vez en cuando, que toma un medicamento por una tos fuerte. Y que todos los días va al baño, como ella y como todo el mundo, por más Princesita que sea.
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