Con una soledad que arrastra los pies a cada paso. Con un agobio y una desnudez a todo fuego, tus sienes y tus labios piden más. Detrás de los cristales y el cabello azulado de tan blanco, pides más, más de mí.
Vienes, entonces, callando y con un hastío pálido, mientras recuerdas cada hora en un detalle que deslumbra tus ojos desgastados, perdidos.
Lo demás es un llanto relatado, vuelto letras que circundan, como círculos o aves, mi silencio como buitres que me esperan.
Luego, la tarde que cae como tus pupilas hacia el aire lento, la garúa que se incrusta en cada espacio, para venir a helar tus manos, a desequilibrarte en este baile de máscaras finales.
Es inútil preguntarse cómo huir de la hora señalada, de la caída de la última hoja en el calendario. Y no veo, y me deslizo a una zona de nostalgia cómoda, donde tus palabras vuelven a bailar como venados, donde la niebla se disipa al centro de tus ojos, en una risa breve y entreabierta.
Y es que cuando te caes, cuando mueres,
muero también yo un poco,
cada vez más adentro,
en una especie de horno que cuece mis palabras, como un río que lanza mi aventura a una imagen, equivalente a tí,
con tu rostro y tus pasos solitarios, cansinos.
Luego todo es final,
es enigma surcando el universo,
todo regresa a tí.
Todo se va. |