DEVORAME OTRA VEZ (INTRO)
Entonces no lo supo, quizá no le importó o lo guardó para sí y jamás llegó a decirlo, pero aquel bocado de carne en vello y esa cata de sudor añejo en piel, le resultó tan agradable, como resulta una lenta canción de instrumentos en estado de melancolía, que sin permiso y no obstante, sin reparos, se cuela sibilina por las cortinas que una madre hubo colocado; cortinas que, después de aquella degustación, desaparecieron sin ir a lugar alguno, desaparecieron, como tantas otras cosas, de él.
Las cortinas llegaron a convertirse en una obsesión para María Ana, una obsesión provocada quizá por la vergüenza de traer a Iván -sin haber pensado bien lo que hacía-, al mundo, falto de padre y, por tanto, de guía y apoyo en momentos de incertidumbre; era probable que se avergonzara de su debilidad carnal; de su renuencia a decir no; de esa patología que le obligaba a huir desnuda de la cama en pleno acto sexual, para correr pidiendo auxilio alrededor del único sillón que conformaba la sala, hasta ser atrapada y amordazada, de inmediato, por la carne erecta de su perseguidor; quizá necesitaba ser perseguida porque era la única forma de sentir que aún le importaba a alguien; tal vez, en ciertos momentos, aquellos gritos acompañados con risas sensuales y el columpiar de sus extremidades, llegaron a ser ruegos verdaderos, ruegos que necesitaban ser atendidos con algo más dulce y cálido que el pene de un amante ocasional, porque Iván, el mayor de los actos que la hubieron hecho presa de la vergüenza y, sin embargo, el único vestigio de amor que hubo dejado en la tierra; a partir de aquel banquete que jamás podría volver a degustar, perdió el conocimiento de su madre, dejó de reparar en las cortinas y olvidó, comenzando el sinsentido de su vida dueño del mayor de los sentidos, que algo, además del hambre, del deseo, del motor de su única pasión… tuviese importancia.
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