La noche lo sorprende allá arriba en la cueva. La oscuridad lo rodea. Mira hacia todos lados, olfatea el aire, y aúlla. La luna aún no aparece. Su compañera tampoco. Se lame la herida de la mano, y siente el gusto de la sangre en la lengua. Se alza en sus cuatro patas con dificultad y comienza a moverse en círculos. Se detiene, eleva el cogote y vuelve a aullar largamente. No recibe ninguna respuesta, ni desde allá abajo, entre los árboles, ni desde allá arriba, entre las enormes piedras. Se recuesta en la entrada de la cueva. Sus ojos amarillos no se detienen. Hurgan la oscuridad, y las orejas buscan señales. Se pone de pie, aúlla, camina en círculos, olfatea el aire, extiende las orejas que buscan a los cuatro vientos. Nada. No recibe señales. Se echa nuevamente, la cabeza entre las manos, las orejas gachas; la respiración agitada tiende a aquietarse. Hasta que un rayo de luna hiere sus ojos entrecerrados, y de un salto se incorpora. Tiene hambre y sed. Se lame la mano lastimada, que todavía mana sangre roja. Se decide y comienza a descender. Saltos breves. Esa mano no es segura. Encuentra un sendero entre los árboles y llega al borde del río. El rumor de la corriente lo confunde. No puede oír las señales que demanda su dolor contenido. Olfatea el aire. La luna emerge entre las copas de los árboles; la mira con odio y le dirige un largo aullido. Luego mete la mano en el agua, hasta que el dolor se apaga. Bebe. Una sombra del otro lado del río le llama la atención. Llama con breves ladridos. Siente que es ella, y se zambulle hacia la corriente para cruzar hasta la otra orilla. Nada con desesperación en el agua helada. Se va quedando sin fuerzas, hasta que se abandona a la corriente. Encuentra una piedra con la cabeza, y el agua lo traga.
A la mañana siguiente el río lo devuelve a una orilla, cuando un grupo de lobos se acerca a beber. Lo huelen y se alejan. Beberán más abajo. El último de ellos, una hembra, se queda junto a él. Lo mira muy de cerca, lo huele, da vueltas a su alrededor, y de pronto emite un aullido, que el grupo de más allá responde con roncos ladridos de reconvención. Los ignora y vuelve a aullar prolongadamente. Trota en círculos, acerca su boca a la cara del lobo que yace en la arena, le lame la lengua, los dientes, el hocico, los ojos, las orejas, el vientre, los genitales, gime, se alza y aúlla hacia lo alto con una queja de incomprensión y dolor extremo. Se echa sobre él y refriega su vientre contra el cuerpo frío. Muerde sus orejas, tironea, pretende despertarlo. Vuelve a lamerle el cuerpo íntegro. Cuando lo hace en los genitales, la posee un celo frenético. Gime y se revuelca sobre él, sin darse cuenta de que un lobo del grupo se le acerca. Ha olido el celo y buscará aparearse. Arrima el hocico bajo su cola, y en ese momento ella se vuelve con la boca muy abierta. Los colmillos goteando saliva rabiosa están prontos. Ruge, se rebela furiosa contra su propia naturaleza y ataca. Desprevenido, el otro ofrece el cuello indefenso y lo pierde en la feroz dentellada. Intenta alejarse, tropieza y gime. Deja un copioso rastro de sangre en la arena, mientras los otros se acercan al trote.
Ella adivina el final, y toma a su compañero con los dientes del laxo cuero del lomo, y, como un cachorro, lo arrastra hasta el borde del río. Se adentra en él, nada apretando los dientes, y ambos se deslizan en el agua helada, que los envuelve como una mortaja.
El río termina devorándolos, para devolverlos, por fin reunidos, en una orilla desolada, más allá de los árboles.
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