Jorge llevaba más de 30 años en la empresa cuando se anunció el proceso de modernización. “La empresa, dijo el gerente, tiene que adaptarse a los nuevos tiempos, a los tiempos del futuro”. “Ahora, hay que compatibilizar calidad y rapidez”.
Por ello, la primera medida consistió en el masivo despido de trabajadores, manteniendo sólo a algunos que serían capacitados para el nuevo escenario. Además, había que contratar a nuevos trabajadores. Nuevos jóvenes, con conocimiento de Internet.
A diferencia de tantos otros, Jorge fue seleccionado como un trabajador “a capacitar”. Y aunque le dolía saber que un arrogante joven con tenida informal vendría a enseñarle a él (lo que él había acumulado en conocimientos de 30 años de ventas) estaba feliz de haber sido uno de los seleccionados.
Rápidamente fue aprendiendo el nuevo oficio. Los clientes estarían ahora en el computador y, a veces, en la pantalla misma, comunicándose en el momento. Los insumos se comprarían online y las cuentas se pagarían en el banco electrónico. No más colas interminables en las cajas de los bancos ni charlas imposibles con clientes difíciles. Las reuniones serían por MSN y los compañeros estarían en intranet. Comunicándose todo el tiempo.
El tiempo liberado gracias a la nueva tecnología le permitiría, incluso, navegar libremente por el espacio.
La primera operación que se había impuesto había resultado exitosa: sin mayor problema, Jorge había dado muerte al pasado en la empresa. Y recibió con agrado la promesa de que, de ahora en adelante, ganarían más quienes más vendieran y menos, los que menos lo hicieran. “Por fin –pensó- se recompensará mi esfuerzo y se castigará a esos flojos que siempre han ganado lo mismo que yo. La empresa por fin pagará por metas cumplidas”.
Cómo el trabajo le gustaba, Jorge decidió contratar una banda ancha, bien ancha, para su computador personal en la casa. Así, podría incluso relajarse más en la oficina, dejando algunas cosas para realizar en el calor del hogar, junto a un trago, un cigarro y buena música. Cuestión sumamente posible considerando, además, que el nuevo jefe era bastante flexible, sólo exigía satisfacción total a los clientes. La medida era el cliente, el control era el cliente. El jefe no controlaba nada.
Y lo de la banda ancha era buena idea si, además, se agregaba el importante antecedente del hombre solo, que –tras su divorcio- necesitaba diversión.
Acomodado ya en su nuevo cargo, Jorge no se sentía distinto a los ingenieros jóvenes que paseaban por la oficina. Sabía todo lo que ellos y todavía más: no por nada había ganado cinco veces el premio al mejor vendedor. No por nada había conquistado, con 30 años de esfuerzo, la difícil cartera de clientes que aún mantenía la empresa. Tanto en el pasado como ahora, todas sus metas eran sistemáticamente cumplidas.
Por eso, se sorprendió cuando su jefe lo llamó para comunicarle la queja de una clienta: Según reza al reclamo, la clienta le había pedido, el 28 del 7, una serie de insumos urgentes para su empresa. Al finalizar el 29 del 7, la clienta aún no había recibido respuesta. La dilación había devenido en fatalidad: desesperada, la clienta había comprado a la competencia.
Por suerte, el jefe fue comprensivo. Sobándole el lomo, le dijo: “La presión de la clientela es aquí fuerte, te exigen una respuesta en un lapso cada vez más corto. Quien no abre su correo electrónico es culpable por adelantado”.
Jorge agradeció la comprensión del jefe y prometió no volver a cometer semejante error.
Sentado en su escritorio, revisó el correo y se dio cuenta que éste había sido enviado el 28 del 7 a las 23:30 horas. Y el 29 del 7 había sido feriado, por lo que no podía sino enterarse del pedido, recién el 30.
Recordó que antes, para concretar una venta, se mandaba un fax, una carta o se hacía una llamada telefónica. Recordó que el fax podía fallar, la carta perderse y el teléfono sonar sin que alguien contestara. ¡Pero el correo electrónico enviado se consideraba recibido, instantáneamente!
El tiempo libre ganado con la ausencia de visitas, colas de bancos y largas reuniones, se encontraba literalmente absorbido por la exigencia de la clientela, de la pantalla, del Internet. El control del cliente era la medida.
Así, el estrés empezó a invadirlo. El afán de la urgencia requería la instalación de horarios atípicos. Los clientes funcionaban las 24 horas del día, y transitaban de un extremo a otro. Decidió entonces no ir nunca a dormir antes de hacer una última revisión diaria de su correo electrónico.
Para peor, se encontró luego con que la remuneración del mes era inferior a la del mes anterior. Todo número había variado desde el episodio del 28 del 7. Por la insatisfacción, la clienta había comprado en la competencia. Jorge entendió, por fin, que la negociación frustrada sería de su propio costo. El nuevo esquema hacía soportar en los trabajadores los riesgos de las ventas. Los empleadores recibirían sólo los beneficios.
Decepcionado, un poco, optó por no dejarse deprimir. Ninguna de las enfermedades modernas podría vencer al otrora “toro de las ventas”. Decidió que podía ganar.
Además, nada tenía de terrible el revisar cada noche el correo electrónico. La labor era compatibilizada con la innumerable red de amigos que había creado. Y hasta amor conseguía en tiempos cortos.
Conquistaba rápido, fácil, se enamoraba de la mujer que estaba en la pantalla, o de su foto, que viene a ser lo mismo para estos efectos.
Seducía rápido y sin mayores costos: ni siquiera había que vestirse bien o invitar a un trago para tener una relación con una imagen hermosa que declaraba quererlo, extrañarlo, que le mandaba besos y prometía un futuro encuentro. Y ni a ella ni a él, le complicaba que no existiera ese encuentro, más que en el espacio, en la pantalla.
Todavía algo mejor: no la tenía sólo a ella, habían más fotos, más mensajes, más apuestas de cariño. El tiempo humano no permite dedicar amor a cuatro mujeres a la vez, pero el Internet transforma el tiempo y su velocidad permite que todo sea tan rápido, tan ligero. Y es ese amor que no molesta ni exige. Ese amor auténticamente conductista, de estímulo-respuesta. Y esa imagen perfecta que nunca tuvo su ex señora, a quién amó, es cierto, pero nunca fue hermosa siempre. Nunca su imagen fue la de la cuidadosa foto escogida para instalar en la conexión inmediata y perfecta de la red.
La urgencia, la rapidez, la auténtica apología de la velocidad había entrado también en la intimidad de Jorge. Pero ello requería de otra casilla de correo electrónico que hablara del Jorge que quería vender. Ahí también la competencia era fuerte por lo que escaneó la foto del paseo de la oficina, con 8 años menos: Ese Jorge era más vendible. Y no podía desatender la llamada del MSN. Aprendió a funcionar con 5 ó 6 ventanitas simultáneas, sin equivocar el texto elegido para cada una de sus amigas, o escogiendo el mismo tema para todas.
Y aunque no todo era valioso en el chat, el espacio era suficiente para la satisfacción de sus necesidades. Laborales, afectivas, sexuales, educacionales, todas, todas, todas, habitaban la pantalla y él habitaba la esquizofrenia de todos los Jorges que requería.
Y aunque las vulgaridades y estereotipos se disputaban la pantalla, lo cierto es que Jorge conocía bien el terreno que pisaba. No entablaba relaciones con cualquiera, no se enamoraba de cualquiera.
El Internet transforma las relaciones en el tiempo y en el espacio, pero la velocidad de transporte de la conexión no le impedía el análisis reflexivo. Sabía – aunque le fuera atractivo- que la imagen mentía y que no porque estuviera en la red significaba que fuera cierto.
Sabía a quién querer y a quién no, y si a todo eso se agregaba la revisión de -a estas alturas- sus tres correos, el cumplimiento de las metas, la posibilidad única de ver, escribir, sentir, trabajar, amar y aprender de la red, todo se hacía soportable.
Menos la soledad.
Al reemplazar el contacto humano por la pantalla, Jorge llegó incluso – ¡paradoja de las paradojas!- a sentirse cada vez más solo. Era impensable una cita, un encuentro, un paseo. Sonrió al decirse a sí mismo: "Quien no abre su correo electrónico es culpable por adelantado".
En justicia, Internet no creó este fenómeno, pero lo aceleró. La modernización de la empresa no creó su soledad, pero la alimentó. Apología sistemática de la velocidad, ¡Dios nos libre del parkinson! ¡Dios nos libre del mundo de los lentos!
Alimentó sus necesidades: casi todas. Sólo le faltaban horas para el sueño. Sólo le faltaba dormir. Pensó entonces que sólo se vive una vez y que, una vez muerto, podría dormir lo suficiente. Por ahora, sólo había que pensar en cómo hacer compatible la calidad y la rapidez.
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