Nuestro perro guardián, no cesaba de ladrar. Me asomé desde una ventana del piso alto para tratar de investigar a qué le ladraba.
El área en donde el perro habitaba estaba limitada por una reja no muy alta a un par de metros del lado derecho de la reja principal de entrada a la casa y no se veía nadie ahí; parecía que el celoso guardián estuviera ladrándole a un fantasma. Me encogí de hombros y traté de no hace caso, pero los ladridos no cesaban, por el contrario se escuchaban cada vez más desaforados.
Bajé y me dirigí a investigar a qué se debía el escándalo que el perro hacía; no parecía haber nada que lo justificara, volteé hacia un lado y otro de la calle y ya estaba a punto de regresar al interior de la casa cuando vi “aquello” que ocasionaba la furia del excitado perrito. Era una pequeña bolita de unos ocho centímetros de diámetro, cubierta de una extraña pelambre de un color perla, casi blanco, del que emergían dos patas un poco más largas que el diámetro de su cuerpo y un pescuezo, tan largo como las patas, al final del cual había una pequeña cabeza con un pico corto y ancho y un par de aterrados ojos saltones.
Intenté atraparlo, pero de su cuerpo se extendieron un par de alas sin plumas y zigzagueando corrió agitando las desplumadas alas como si quisiera volar. Lo vi. detenerse en la acera de la casa de enfrente a donde escapó sin que pudiera atraparlo.
“Te sientes muy listo” pensé “ya verás quien vence a quien” y rápidamente entré por una vieja hamaca de algodón con la que, usándola como red, pensé atraparlo. Salí con ella preparada, me acerqué cautelosamente y le lancé la hamaca atrapándolo al primer intento.
Con la hamaca al hombro y sujetando al extraño pajarraco entré a la casa.
—¿Qué es “eso”? —me preguntó mi esposa haciendo un gesto de marcada extrañeza.
—No lo sé, estaba a la entrada de la casa y lo atrapé.
—¿Qué vas a hacer con él? —volvió a preguntar ella, acentuando el gesto de extrañeza con un dejo de repugnancia.
—Tampoco lo sé, por lo pronto tenemos que conseguir una jaula.
A regañadientes, la consiguió mi esposa con una de las vecinas. Una jaula no muy amplia, pero del suficiente tamaño para que el extraño huésped pudiera moverse dentro.
Coloqué dentro de la jaula un pequeño recipiente con trozos de pan remojado con leche y otro más con agua, ni siquiera volteó a verlos, se pasó el día caminando de un lado a otro de la jaula con el ojo atento a cualquier movimiento que hiciéramos, pero sin comer. Al día siguiente le cambié el agua, le quité el pan y la leche y le puse algunas semillas y un poco de fruta cortada en trozos pequeños y empezó a comer
Nos acostumbramos a él; comía, bebía y caminaba, como soldado de guardia, de un lado a otro de la jaula. Días después, la pelambre que lo cubría empezó a convertirse en plumas. A diferencia del patito feo del cuento clásico, las plumas no lo volvieron un bello cisne. Su tamaño seguía siendo el mismo, conservaba la forma esférica de su cuerpo, las mismas patas largas y delgadas, el mismo pescuezo largo desplumado y en su cola no aparecieron las elegantes plumas de un pavo real, ni las timoneras de un águila real, ni las delicadas y armoniosas de un ave lira, ni las de una colorida guacamaya.
Mi esposa intuyó que tal vez le gustara revolcarse en la tierra como hacen las gallinas y llevó la jaula a un espacio del jardín hundiendo uno de sus lados en donde estaba la tierra suelta. Efectivamente, en cuanto tocó la tierra empezó a revolcarse esponjando las plumas para que el polvo penetrase entre ellas, sacudiéndolas después, se veía que disfrutaba aquello como si fuera un baño de agua fresca y cristalina.
Un día me acerqué a su jaula, me quedé mirándolo fijamente y dije en voz alta.
—¿Qué clase de ave rara eres tú? ¿Podría alguien decírmelo?
En respuesta, estiró su cuerpo, esponjó sus plumas, alargó su cuello levantando la cabeza, abrió el pico y emitió un estridente sonido mezcla de grito apache, rechinar de llantas frenando, aullido de gato al que le pisan la cola y canto de guajolote.
—¿Oíste eso? —preguntó mi esposa soltando una carcajada— Este se cree cantante de ópera.
Yo, siguiéndole la broma, comenté.
—Parece que así es. A partir de hoy, le llamaremos Caruso.
Desde ese momento, en cuanto nos acercábamos a su jaula, repetía invariablemente la misma rutina al sentirse observado, esponjaba las plumas, estiraba el cuerpo, alargaba el cuello levantaba la cabeza, abría el pico y lanzaba su peculiar versión de una nota en víbrato lanzada al aire y sostenida como lo haría el más notable y excelso cantante del mundo de la ópera.
Tengo que reconocer que, desde ese día, los habitantes de esa casa fuimos perdiendo importancia poco a poco, la gente no dejaba de asistir a visitarnos, si, pero nunca, después de saludarnos, a platicar con nosotros, sino a escuchar el particular canto de “El Gran Caruso”.
La rutina diaria era la siguiente: por las mañanas, después del acostumbrado baño de tierra y sol en el jardín, se limpiaba la jaula, se ponía a la sombra y se le servía una buena ración de alimentos (semilla de girasol, trigo, almendra y nuez triturados así como abundante fruta picada, al igual que su agua limpia y fresca; por la tarde, se recibía a las ineludibles visitas cada día más entusiastas y numerosas y por la noche venía el merecido descanso para retomar la rutina al día siguiente.
Dejamos de ser importantes en la casa, no teníamos vida propia, toda nuestra existencia giraba alrededor de Caruso.
Éramos una pareja, única y exclusivamente al servicio de aquel importante personaje.
Un día, al oír tocar la puerta y acudir a abrirla, sin decir agua va, irrumpieron dentro de la casa un grupo de personas, algunos llevaban micrófonos, otros sus cámaras y, además, reflectores.
—Venimos a ver a El Gran Caruso —dijeron.
Se colocaron en los lugares estratégicos para captar la acción, uno de ellos hizo, frente a cámaras y reflectores la presentación con datos que yo ignoraba y él aportaba con gran seguridad y, en el momento exacto, como si previamente hubiera sido ensayado, Caruso hizo el número estelar, estiró el cuerpo, esponjó las plumas, alargó el cuello, levantó la cabeza, abrió el pico y lanzó al aire su peculiar vibrato sostenido durante más tiempo que el ordinario, en honor de los asistentes a su estelar concierto, al final del cual, vino un nutrido y prolongado aplauso que los visitantes habían llevabado grabado en un CD, terminado lo cual, y sin tomarnos en cuenta a mí y ni a mi esposa, abandonaron la casa satisfechos.
Al día siguiente, apenas terminado el desayuno, tuve una inesperada inspiración.
—Mi vida —le dije— este verano ha sido inusualmente caluroso y pesado, se me acaba de ocurrir una idea. ¿Qué te parece si nos vamos a pasar el día a la playa? Sería placentero meternos en el mar, bañarnos en sus olas, tendernos en la arena a la sombra de unas palmeras, beber agua de coco con hielo frapé y un buen chorro de ginebra, deleitarnos con una exquisita ensalada de mariscos y un pescado a las brazas bañado con mantequilla para regresar en la noche a hacernos el amor como parece habérsenos olvidado hacerlo últimamente.
Ella se quedó un momento inmóvil, ¡qué digo un momento! un segundo, tal vez medio segundo. Se arrancó de un jalón el delantal que traía puesto arrojándolo sobre una silla, subió corriendo la escalera y bajó con una pequeña maleta en la que iba metiendo las toallas y los trajes de baño.
—¡Vámonos! —gritó.
Subimos al auto y nos dirigimos veloces a la playa.
Pasamos un día estupendo. Fue como una luna de miel tras de la cual vendría una maravillosa noche de bodas.
Regresamos por la noche eufóricos y revitalizados.
Apenas abrimos la puerta, ella me detuvo y, con un gesto de alarma, gritó.
—¡Caruso! Lo dejé en el jardín dándose su baño de tierra.
Cuando llegamos a buscarlo, la jaula estaba abierta… y vacía.
La levantamos y la colgamos en el lugar de costumbre esperando que volviera, pero no ha regresado aún y la jaula sigue colgada ahí, con la puerta siempre abierta
Hace de esto ya, bastante tiempo. Hoy llevamos una vida tranquila, hasta podría decirse que feliz, pero no dejamos de recordar con nostalgia a ese personaje, un ser vivo que llegó a ser importante en nuestras vidas; un personaje que un día se fue y aún esperamos que regrese.
Hoy compartimos con ustedes el recuerdo de: Caruso
Guajolote .- Nombre que se le da en México al pavo común
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