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Del salpicón, y otros miedos del mesón.
Relamiéndose aún de puro gusto, y paladeando los dejos del salpicón manchego en sus bocas; salpicón que fuera no muchas veces manducado por viajeros de tiempos idos y venidos; tiempos peregrinos y coexistentes, pero tan ciertos, escogidos y reales, como ciertas visiones nocturnas de luna llena en los páramos que orillan las regiones de La Mancha.
Doña Angustia Del Páramo y Don Casimiro De La Puerta, se levantaron lentamente de sus banquetas, tratando de no llamar la atención de los numerosos comensales que a esa hora; hora de encuentros, debates, flatulencias y conclusiones de frontera entre cerebros adobados por las egregias emanaciones del vino, llenaban el penumbroso ámbito del fantasmagórico mesón levantino. Algunos de ellos seguían danzando, extrañamente, entre los pesados humos de las candelas apagadas en las aguas de la excomunión; lo hacían alrededor de las mesas, adentrándose y saliendo de las escupideras hundidas en el aserrín de los rincones; crecían y menguaban constantemente en su enloquecida y funambulesca acrobacia; también, cambiaban de color y de luminosidad entre refulgentes tinieblas. Lo notable de todo ello, era que nadie parecía notarlo. Pero, esos extraños seres, deformes y ditirámbicos, no perdían su naturaleza humana; eran tan reales y concretos como cualquiera de nosotros, sólo que se daban a cumplir una función innominada, que los demás parecían aceptar de buen grado. Por la cabeza de Don Casimiro cruzó la idea de estar viendo una mala sintonización de la realidad, algo así como una interferencia anormal en su propia mente. Pero, desechó tal idea, cuando supo que Doña Angustia veía el mismo espectáculo que él; sólo que con más preocupación y espanto.
Don Casimiro propuso a Doña Angustia, acercarse a Don Quijote, y revelarle el secreto de su fantástico viaje a través de los clásicos de la literatura universal. Doña Angustia, al oír tal propuesta, no pudo contenerse, y casi vomita el salpicón sobre la mesa. Dio una arcada y empalideció hasta el asomo de pelo bajo la túnica, color púrpura de Tiatira, que velaba su frente.
Don Quijote permanecía impávido, de pie junto a la tosca y pringosa mesa, donde Sancho daba cuenta de un espeso plato de lentejas, con embutido troyano, a cucharón colmado va y viene.
Doña Angustia Del Páramo, a quien, desde que el Caballero de la Triste Figura entrara al mesón, le había sido imposible, a causa de tanta maravilla, quitarle los ojos de encima; pensó, que una cosa era estar en un mesón de la llanura manchega, comiendo salpicón y otras nueces, con Don Casimiro De La Puerta; pero, otra muy distinta, sería presentarse, como viajera de un tiempo por venir, entrelineándose en los clásicos de la literatura universal, ante el esquelético e insólito personaje cervantino, a quien se le endilgaran las más desopilantes sinrazones y los más prodigiosos y peligrosos desvaríos, como para tentarle a que, en menos de lo que se dice un santiamén, le pareciera oportuno desatar un aquelarre de aquellos, con quiénes, dónde y cómo quiera que, tempestivamente, se le cantare desatarlo.
Don Casimiro De La Puerta, al verla en actitud de fuga sin remedio, chasqueó la lengua con disgusto, y tan evidente y efectivo fue aquel mojado sonido, que Doña Angustia Del Páramo pareció despertar del raro encantamiento en que ese genio y figura de La Mancha le había hecho caer, entonces, revolviéndose bruscamente hacia Don Casimiro De La Puerta, gimiendo suplicante, le dijo: -Por favor, Don Casimiro, salgamos ya mismo de este lugar, se lo ruego. No se le ocurra decir lo que me ha dicho que diría. Si lo hace, nuestra itinerante vida será un tormento, y nunca podremos disfrutar la realidad escondida en este fantástico y quijotesco destiempo de salpicones y aventuras. Don Casimiro le dijo, muy quedamente, machacando cada frase: -Haga usted el servicio de controlarse. No estamos para estampidas, ni cosas semejantes; por lo tanto, mi estimada señora, tome asiento ahora, otra vez, como si nada; y veamos si preparan aquí algún brebaje caliente como un té, un café o alguna cascarilla tramontana, con que podamos ser entonados un poco, ¿me ha entendido? Doña Angustia, dejó caer un sí, rendido en un suspiro, sobre el silencio oscuro de ese tumultuoso diálogo. Mientras sus inquietos ojos, casi sin quererlo, medían situaciones, posibles peligrosos atisbos demoníacos o impertinentes acechanzas faunescas; fue deslizándose precavidamente sobre la banqueta, tal como se lo había pedido Don Casimiro De La Puerta. Luego, Doña Angustia, bastante angustiada, se dio a pensar en su blanco lecho con dosel de colgadura francesa; y en cuánto, todavía, extrañaba su maravilloso piano alemán.
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