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Luego de cinco semanas de libertad, y después de más de tres años de libertad “condicional”, como habías percibido a ese período, cayeron a tu casa dos personajes vestidos de civil que se identificaron como enviados por la justicia, y te llevaron preso sin más trámite. No fuiste a una comisaría, pero te encerraron en un calabozo de la misma sede judicial. Pasaste dos días incomunicado, aunque te trataban bien, y cubrían tus necesidades.

Al tercer día te anunciaron que debías presentarte ante su señoría. Entonces te preguntaron si disponías de un abogado defensor, ya que enfrentabas una acusación criminal que podría acarrearte el encierro de por vida. No les creíste, y rechazaste el ofrecimiento.

En la sala te esperaba su señoría, sentado allá arriba. Ropa sencilla, de mediana edad, o un poco más, casi como la tuya. Usaba como vos, lentes para leer. Cuando te acercaste y lo enfrentaste tuviste la primera sorpresa. La segunda, cuando te habló. Te ordenó sentarte en una silla, entre los dos guardianes. Leyó los pormenores de la acusación, y cuando terminó, te ofreció la palabra. Los guardianes te miraron, como dos perritos que esperan algo de comer.

-Me declaro culpable, señor juez- respondiste con voz que salió ronca, dolida, desde un desgarrón que empezabas a sentir en tus entrañas.

- Reclusión perpetua, y trabajos forzados- fue la escueta sentencia. Luego se levantó, rodeó la larga mesa, bajó del estrado y se te acercó. Estabas de pie y lo examinaste. Era la punta una mala pesadilla lo que estabas enfrentando, un espejo alucinante y fantasmal.

-Con dignidad y autocrítica, y mucho trabajo, tal vez pueda superarlo y redimirse- recomendó con una voz que conocías desde alguna cinta de grabar. Su mirada era dura. Siguió:- Usted no es una mala persona, pero la ley de la vida es así: El que las hace, las paga. De alguna manera siempre es así.

Y así fue como caíste en esa prisión. Mucho trabajo externo, y noches en vela. Te ofrecieron lo que necesitaras, y fumabas lo que querías, y también drogas para no caer en la depresión, la locura o en la tentación del suicidio, con lo que siempre has coqueteado. Referido a esto, al mes y medio, tuviste una crisis y llamaste al guardia. Le pedías más pastillas, te sonrió y trajo una hoja de bisturí.

-Esto es mejor- dijo con tono burlón- y si te animás, se termina todo rápidamente-. Tomaste la hoja, probaste el filo en el antebrazo, al cual rapaste en un sector, y luego palpaste la arteria humeral del brazo izquierdo. El hombre observaba; quería comprobar hasta dónde llegabas. Bajo una luz potente, estiraste el brazo y la humeral latía allí cerca. Cortaste dos centímetros de piel y apareció el subcutáneo con sus globitos amarillos. La sangre brotó, siempre generosa. Goteaba por el antebrazo y caía al piso. La arteria pulsaba con prisa debajo de la hoja del bisturí. Un corte rápido, y el fin en menos de dos minutos. Dolor, cero. No sentiste el corte, por lo que el temor al sufrimiento físico no te vedaba actuar. Él te observaba, ya serio. Apoyaste la punta sobre la arteria y lo miraste. Entonces habló:

- No lo hagas. Te traeré las pastillas. Te creo.

- No pensaba hacerlo, por ahora. Estoy decidido a cumplir mi condena, que considero justa- y con un pañuelo detuviste la hemorragia. Guardaste la hoja del bisturí, que el hombre no reclamó.

Y pasó el tiempo. Por buena conducta, comenzaron a ofrecerte trabajos más livianos, que no aceptabas, y comenzaron a abundar las visitas.

- Cuando salgas de aquí, deberás reiniciar tu vida- insistía el encargado de la prisión.

- No saldré nunca de aquí. ¿Se olvida usted que mi condena es perpetua?- respondías, sin asomo de emoción alguna.

- No es así. Por buen comportamiento, saldrás antes de lo que puedas imaginarlo. Pero debes demostrar que te adaptarás a tu nueva vida. Trabajo, familia, etcétera…

- No me interesa- respondías.- Soy un criminal convicto, y todavía no he recuperado mi dignidad como ser humano. Entonces, no me pidan que me convierta en una persona de ésas que ustedes consideran normales. Aún persiste dentro de mí el odio y el desprecio por el hecho inexcusable cometido, que el juez supo explicar con lujo de detalles el día de la audiencia. No merezco ser parte de la vida, no aún- y te retirabas a tu celda, sin entrevistar a los invitados que se llegaban semanalmente a la cárcel para conocerte, para animarte, o para…vaya uno a saberlo.

Y en las noches, en la celda, recordabas y rememorabas los mil y un detalles de esa libertad “condicional”, como habías nombrado a ese período. Y encontrabas las pistas que certificaban tu crimen. Múltiples pistas, huellas por todos lados. “¡Maldito imbécil!”, te repetías. “¿Qué necesidad tenías de ahogar a la criatura, en vez de disfrutarla, y percibir con placer cómo crece y se desarrolla? “Los hombres somos cobardes”, pensabas, “y cuando corremos tras la libertad personal, somos capaces de hacer cualquier cosa, y en realidad huimos de ésa que siempre se da por única vez”. Y entonces aparecieron dos opciones: La hoja del bisturí, que ya probaste y era fácil, o aguantarte lo que viniera, con dignidad. Y quizá, llegar alguna vez al autorrespeto, transmutando el odio y el desprecio hacia tu persona, sin amargura, por lo mejor de tu resto, para entregarlo a los demás, indiscriminadamente, como una forma de posible reivindicación. Vislumbraste que sería una tarea feroz. Tu realidad se te representó como algo similar al infierno descripto con temor reverencial por los creyentes.

Sin apelar al cinismo escéptico, sería la única manera para volver a creer en ti mismo. O empezar a hacerlo. Madam Zolpidem te ayudaría por las noches a olvidar por unas horas. De todas maneras, la hoja del bisturí que habías guardado garantizaba la opción rápida y efectiva.


Texto agregado el 04-08-2008, y leído por 244 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-03-2009 Madan Zolpidem, o SOmit Je Je!! igual no se olvida efelisa
05-08-2008 mmmm, bueno, creo que debio de limarse un poco mas la escritura, creo que me fui enredando en el camino ( no logre entender, porque escribias narrandole al criminal lo que hizo o paso en su vida). Muchos exitos rubencrist
04-08-2008 Los criminales generalmente tienden a formarse un martirologio, se autoflagelan tratando inutilmente de expiar sus culpas; cuando esto sucede alguna parte de la sociedad se conduele de ellos y les brindan una oportunidad más para vivir en libertad -bajo palabra, causión u otra condición- al hacerlo esa parte de la sociedad se olvida de la (s) victima (s), a quienes les fue truncada su vida. Por profilaxis social, por humanitarismo hacia las posibles victimas, los criminales como el que nos cuentas, sin caer en la aberración de la pena de muerte, deberían estar en prisión por el resto de su vida. excelente texto, lleno de dramatismo. El tema invita a la reflexión y a la polémica, además que está bien narrado. *****Saludos. sagitarion
 
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