Cuando Gonzalo Mayma la vio acercarse, sintió en los muslos un desvanecimiento helado, un imprevisto ataque de vacilación; cuando oyó cerca de sí la resonancia de sus tacos, su vientre se rebeló en un calambre inoportuno; cuando ella hubo pasado, no pudo más que aceptar otra íntima derrota y recriminarse su cobardía. Había vivido nuevamente la desoladora parálisis del miedo.
Siempre que veía a Luisa venir, abandonaba lo que estuviera haciendo en el taller de su padre para pararse junto a la entrada. Tenía en mente hablarle. Pero no tenía la más remota idea de qué podría decirle. Quería que fuese algo creativo, divertido; audaz, aunque no agresivo. Sin embargo, mientras más buscaba, más confundido se encontraba. Parado bajo el dintel del taller, con el corazón estallándole de ansiedad y desoyendo los llamados de su padre, Gonzalo la esperaba con la excusa apropiada, pero al último minuto, lo atacaba la duda y la inseguridad echaba por tierra cualquier argumento valedero. Entonces el pánico lo soldaba en su sitio mientras ella terminaba de pasar, y su padre, rezongándolo, le ordenaba que regrese a trabajar.
Luisa había llegado al barrio un Sábado de Gloria por la mañana. Ni bien la vieron, los muchachos de la calle estuvieron de acuerdo que era innecesario asistir a misa ese día si tenían al paraíso frente a ellos. Desde el primer momento que llegó, hizo sentir su poder sobre los hombres. Decidía quienes iban a las fiestas con ella; determinaba quién no iba a las fiestas; disponía del tiempo que permanecerían allá. A donde quiera que fuera, una jauría devota y solícita le seguía los pasos. Bastaba con una palabra suya para que algún desatinado fuera echado del grupo.
Gonzalo no se atrevía acercársele. Su padre ya lo había disuadido muchas veces por si acaso: ¡ella jamás se fijaría en el hijo de un carpintero! Entonces, con el mundo en su contra, regresaba a trabajar, olvidándola para siempre. Así pasaron dos años. Luisa continuaba ejerciendo su autoridad, y los muchachos obedeciendo sin objetar. Pero de pronto, Gonzalo notaba en ella cierto contoneo inusual en su andar cuando pasaba junto a él. Incluso le pareció que el ruido de sus tacos se volvía voluntariamente evidente cuando pasaba junto a la ventana del taller. Una tarde, absorto, mientras terminaba de cepillar una mesa, levantó los ojos y casi se rebana un dedo con el cepillo cuando presenció cómo ella bajaba la miraba con un mohín de quien fue pillada en una travesura. No se lo contaron a nadie, pero lo que descubrieron por casualidad, se volvió una necesidad para ambos. Desde ese momento buscaban sus miradas en la calle. El abandonaba a su padre por ir a verla desde el taller, y ella se desentendía de los muchachos por verlo a él, y sostenían la mirada todo lo que pudiesen, porque ninguno quería perder en esa guerra callada y sensual. Así pasó un año y medio. Y durante ese tiempo Gonzalo no se le había acercado ni un milímetro desde que se vieron a los ojos por primera vez. Ya que la indecisión lo frenaba, el se contentaba con mantener el contacto de miradas. Pero ella se cansaba de esperar, así como se cansó de los muchachos. La acompañaban a su casa otros chicos, no en grupos, pero sí uno por vez. Junto a ellos Gonzalo se encontraba feo, incapaz de encender la más leve emoción en una mujer. ¡Pero lo había hecho! Hacía tiempo que Luisa no aparecía por el taller. Gonzalo extrañaba sus insinuantes tacos. Sin embargo, una noche, cuando cerraba el taller, la vio salir más hermosa que nunca con un vestido entallado y pararse sola frente a su puerta. Era el momento que él había estado esperando. Sin dudarlo salió de su casa con la resolución de hablarle de lo que fuera, a enfrentar lo que sea y a asumir sus consecuencias. Ella lo vio aproximarse con la seguridad más agresiva del mundo, y sintió miedo. ¡Hola! la saludó él con la voz bien timbrada, sin tartamudear. Exudaba seguridad y ello lo sorprendió. Pero lo llenaba de orgullo hacia sí mismo. Iba a decirle que quería que fuesen amigos, cuando salió un joven de ademanes imponentes, y tomándola por la cintura, la besó en los labios para luego regresarla a la casa ¡es mejor que pases, mi amor, no quiero que te resfríes! Le oyó decir. Solo, sin más testigos que los faroles de la calle, serenamente regresó a su casa. Y rió con ganas de lo que acababa de sucederle. Resolvió que nadie lo iba a saber después de todo. Si bien no salieron las cosas como esperaba, cayó en la cuenta de que había vencido su miedo más humillante. Se sorprendió del aplomo con que afrontó el desenlace. |