Ayer fui. Volví. No iba desde agosto... Fue rarísimo. Fue triste. Me dio mucha bronca. Porque todo estaba bien. Bien como no estuvo para nosotros. Bien hecho el acto, más emotivo, bien tratados los chicos, con bandera, con videos y con cartas. Con fotos, con risas, con lágrimas y con aplausos. Con todo lo que tuve y lo que me faltó. Terrible. Espantoso. Feliz para el resto. Para mi, mortífero. Imposible describir lo que me produjo; el asco, la furia. Las lágrimas. Lágrimas que recordaban, no haberme ido, no mi acto, sino el discurso. Su discurso. El más lindo. El más sincero. El que me llegó al alma. Tuve ganas de matarlos. A todos. Sí, matarlos. Pegarles; gritarles; sacarme como debiera haber hecho hace muchos años; batirles la justa; decirles la verdad. Volcar en palabras y acciones todo el dolor que me causaron. Logré hacerlo, en mi imaginación. Imposible hacerlo de verdad, cumplir con mis promesas. Llorar fue el único medio. Recalcarles que ahora estoy bien; que encontré mi lugar en el mundo; que no quiero verlos nunca más, no quiero hablarles, no quiero moverme de donde estoy. Recalcarles que sin ellos la vida es mucho mejor. Fue gratificante anunciarles que sólo fui a verla a ella, sin deseos de entrar en ese edificio, sin deseos de saludar a todo el resto. Más gratificante aún saludarla; verla; abrazarla. Hablar con ella, sacarnos fotos. Agradecerle. Contarle. Decirle “te llamo y salimos”. Escuchar chismes e historias. Que se mandara la parte. Repetirle cuánto la quiero y todo lo que hizo por mí. Fue la mejor parte, la única parte. Lo único que existió esa noche. Ayer. La noche que volví. |