Sé que las ballenas pueden ver la inmensidad de la luna cuando danza sobre el océano, ellas me lo han dicho, y también me han confesado que en el fondo de todos los fondos no hay esperanza, si no oscuridad.
No estoy loco, aunque se empeñen en decir lo contrario. Y tampoco soy un improvisado arriesgando en una quimera personal casi treinta años de investigación sobre el tema, y que, sin ánimo de echar culpas, me han dado tantas satisfacciones como amarguras. Dediqué la mayor parte de mi vida a estudiar el canto de las ballenas, y aunque esto se llevó también mis mejores años, incluso la familia que podría haber formado, estoy convencido que no fue en vano.
Al principio, el espectrograma acústico sólo mostraba secuencias rítmicas de sonidos, el famoso canto de las ballenas eran meras notas. Algunos teorizaron sobre el por qué, y hubo tantas razones como posibilidad de variables en los tonos. No era el por qué lo que a mí me interesaba, ni siquiera el cómo, yo quería ir más allá. Este es el punto de inflexión con mis colegas. No me quedé anudado en las redes de la teoría, profundicé la investigación seguro de encontrar un esquema de comunicación. Lo conseguí. Pude establecer un contacto, hablé con ellas. Y ellas conmigo.
No ha sido sencillo lidiar con la tecnología, desde el inicio de mis investigaciones, incorporé computadoras, radares ultrasónicos, lectores de variabilidad de tonos, pero ninguno lograba lo que yo estaba empeñado en demostrar.
Luego de intentar por varios años, al fin pude crear un dispositivo que me permitiera decodificar estos sonidos en forma muchísimo más sutil que los estudios de cualquier otro. No sólo “leía” sus mensajes sonoros, estaba en condiciones de “contestar”.
Jamás olvidaré ese momento, cuando pude cambiar sonidos y saber que “del otro lado” eran recibidos. La respuesta fue total. Habíamos establecido un contacto superior. Las ballenas no hablan de muertes, ni de locura, ni de enfermedades. Sus códigos son cerrados pero concretos, se guían, alientan, invitan a una pelea o a la procreación... Son seres admirables, con una sensibilidad infinitamente mayor a la humana.
Hay, como en toda comunidad, quienes son más sociables que otras, y fue con una en especial, que lo que en primer momento creí la parte más importante de mi investigación, se convirtió en la prueba cabal que pude haber obtenido y en una total devoción, mezcla de agradecimiento y por qué no, absoluto cariño.
Preferí darles un nombre a cada uno de los cetáceos que formaron parte del proyecto, pues me pareció poco serio catalogarlos simplemente con una secuencia de números o letras para su identificación. Además, la comunidad merecía mi más alto respeto.
A ella la llamé Szeinde. Su canto me llegaba por las noches, estaba a muchos kilómetros del barco, según me dijo, más de tres mil, pero a mí me parecía que nadaba casi tocando la quilla, así de cerca la sentía. En la soledad de lo que fue en ese entonces mi casa flotante, muchas veces me descubrí esperando el anochecer, deseando escuchar aquel murmullo ensoñador que me llevaba lejos, que lograba hacerme recorrer un universo impensado. Aprendí los secretos del mar a través de canto, ella fue tan generosa al compartírmelos... El cielo, la luz, cada bocanada de aire cambió para mí a partir de conocerla. Es verdad que nunca la vi, jamás mi mano pudo deslizarse por su piel, mis ojos no admiraron los suyos, no puedo estar seguro que haya suspirado por mí, en cambio yo... La mujer que busqué desde siempre, sin encontrar, lleva la identidad de Szeinde, lo juro. Claro que este océano de paredes y humo donde yo habito, no es lugar para seres como ella.
Separé mi investigación en dos partes: una conteniendo información específica, y otra –que consideré mucho más valiosa- donde detallé conclusiones respecto del comportamiento humano y del resto de los seres vivos. Cometí lo que ahora considero el peor de los errores: confié. Di a conocer todos los datos conseguidos con el invaluable aporte de Szeinde, por ejemplo, que la profundidad de las fosas Marianas es muy superior a la que se supone –Szeinde suele cantar allí, le gusta jugar con el eco- y otra serie de interesantes aportes que no vienen al caso, pues hacen más a la comunidad científica. Ninguno fue tomado en cuenta. Por qué, preguntarán ustedes. Pues por la estúpida idea de volcar también mis experiencias con Szeinde y asegurar que la esencia humana poco y nada dista de cualquier otro ser viviente, no somos tan distintos, nos unen muchas más emociones, anhelos y desencantos de lo que se puede llegar a imaginar. El raciocinio del que tanto nos enorgullecemos, y que nos ha llevado a cometer todo tipo de atrocidades a través de la historia, es un punto ficticio en el universo de la inteligencia. La verdadera inteligencia consiste en saber manejar el poderosísimo caudal del instinto. Vivir en armonía con el entorno es absolutamente posible. Todo esto ella me lo mostró, abriendo mi mente cual abanico, Por qué no distinguirla entonces por sobre el resto de la comunidad? Y fue precisamente esta distinción la que provoca el tambaleo de mi intachable carrera. Mis colegas no sólo ridiculizaron la investigación, tuvieron hasta la osadía de expresar por escrito, pues lo vi en muchos medios, que este trabajo carece de criterio, puesto que no pueden tomar por veraz lo que diga alguien que parece manifestar una malsana suerte de “emociones casi románticas” por una ballena. Me tildaron hasta de insano, “loco” para ser más preciso, pero no lo estoy, aunque ellos opinen lo contrario. Sé que me he convertido en el tema irrisorio de mis propios congéneres. Más solo que de costumbre, el único consuelo lo encuentro cuando salgo a navegar y converso otra vez con las ballenas.
Aún Szeinde nada debajo de la quilla, acariciando las olas y entonando suaves canciones para que yo me sienta acompañado. Estoy seguro, en sus notas pronuncia mi nombre.
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