Dijo que sí, que no, que tal vez.
Dijo que nos veríamos más tarde y se alejó de mí.
No me dediqué a esperar a que regresara, nunca me ha gustado perder el tiempo. Por eso fui a esa calle ancha y repleta de gente, a mirar las vitrinas rasgadas por el neón, a escuchar a la gente riendo.
La mejor forma de sentirse solo es estar rodeado de gente.
Reí en medio de la vereda. Reí tan fuerte que las aves que dormían buscaron el sol de la mañana, y chocaron contra el cielo.
Reí tan fuerte que el alma escapó con mi risa, que hasta a la luna le dio miedo.
Caminé por la eterna vereda pensando en los reflejos de colores sobre las pozas opacas.
La gente que me atravesaba parecía sentir por un segundo la nada que la rodeaba. Pero las sensaciones se olvidan con facilidad, necesitan constantes renovaciones.
Así, caminaba, me olvidé del tiempo, y desapareció la calle y sus luces de neón y su gente festiva.
Un día, cuando volví, estaba él.
Dijo que sí, que no, que tal vez. Pero esta vez ya no había una calle con luces de neón donde esconderme. Dijo que regresaría más tarde, y me atreví a preguntarle si era verdad.
Dijo que sí, que regresaría, y lo tuve que esperar.
Y esperé tanto que hasta la luna se aburrió.
Hasta las aves revivieron, hasta mi alma me encontró.
De todas formas nunca me ha gustado perder el tiempo. Así que dibujé unas luces de neón, gente que reía y una calle mojada por la llovizna. Algunos árboles y algunas nubes, algunas aves que dormían, alguna luna que miraba y esas escandalosas estrellas. En medio de todo me puse a mí. Riendo.
Riendo. Volvió, y no me reconoció. Y no lo reconocí, porque envidiaba los colores.
Seguí dibujando, y aún sigo. A veces invento casas, y otras, desiertos. A veces pierdo lágrimas, y las encuentro en algunos lagos; faroles, plazas, cielos, nubes, castillos y nostalgias, se me hacen fáciles. También la lástima.
Pero las sonrisas no demasiado.
Las intento, pero cuesta dibujarlas.
Puedes comprobarlo.
Sonríes?
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