PUERTO RICO VI
El hijo de Tana y Rodrigo, Rodri, un criollo treintón de sonrisa como el Caribe, piel morena de soles y andares de pantera se presenta en casa de sus padres donde preparábamos los últimos bártulos para el paseo en lancha.
Subimos en su 4x4 y apareció la esposa de Rodri, Jamie: pelirroja, de ojos como el cielo de Puerto Rico y piel de nácar. Constantemente está al quite de lo que su amor necesite. Se le nota la adoración por él y por su hijo de 11 ó 12 años, grandote para su edad, inteligente y acostumbrado a un amor paternal sereno.
Conduce rápido y firme Rodri hasta casa de su amigo Julio y allí sujetan el remolque con la lancha al coche y llenan el pequeño frigo con dos cajas de cerveza “Medalla”, la cerveza de Puerto Rico, y bolsas de picoteo, Rodrigo aprovecha para meter sus dos botellas de Marqués de Riscal, un tinto que quita el hipo y desatasca inhibiciones.
Llegamos frente al chalet de Lizandra, amiga de los jóvenes. Un rottweiler negro y potente viene hasta la verja con un ladrido profundo como una sima oscura. Jamie espera ante la verja para que salga su amiga, le infunde respeto el perrazo.
A la vista, desde un altozano, junto a una pequeña población pesquera y turística, el mar plateado cuajado de pequeñas islas verdes. Entramos en el pueblo y me llama la atención una publicidad de sangría que tiene un nombre tan español que pone de manifiesto el amor que por España sienten los isleños y su deseo de marcar, delimitar y hasta demostrar ostensiblemente sus señas de identidad lejos de cualquier anglicismo: “Sangría Coño”, sí, así se llama y mi hermano Rodrigo buscó el lugar donde la expendían. El bar es acogedor y tertuliano, tiene buena muestra de delicias isleñas comestibles y las paredes están llenas de fotografías y recuerdos de eventos en los que se manifiesta el amor por la identidad de los puertorriqueños.
Comenzaba a hacer efecto el primer vaso de oscuro contenido cuando mi amigo pidió el segundo latigazo de “Coño”. La sangría tiene la rara habilidad de exaltar el buen humor en segundos, y nos dispusimos a subir de nuevo al 4x4 en medio de la algarabía natural: que si la isla que vamos a conocer se llama “Isla Caracol”, que si caracol es el peor apelativo para un hombre por lo de baboso, arrastrao y cornudo, que si el nombre de la sangría te pone el borde del vaso entre los labios… Bueno, se había encendido la mecha que conducía hasta el pequeño frigo de la lancha, donde estaba el resto de explosivos.
Habilidosamente Julio y Rodri metieron la barca en el agua y subimos todos.
Entre canales naturales formados por los manglares y las casas medio flotantes de la orilla, con sus colores variados y sus embarcaderos, mi mirada trataba de captar toda la belleza que era capaz, aquella que el sol de la tarde presentaba jugando con las luces entre las ramas de los manglares y las postales vivas de las casas reflejándose en las aguas tranquilas de la costa.
La alfombra rizada de agua que hendía nuestra embarcación presentaba espacios de un verde jugoso, reflejo de las hojas de los manglares, violetas agrisados cerca de las raíces, amarillos brillantes de las hojas con más luz y celeste casi blanco reflejo del cielo.
El vuelo de un pelícano majestuoso frente a nosotros que plegaba sus alas para lanzarse en picado contra la plancha de agua, el trino de algún pájaro y las risas de los jóvenes que rebotaban en los manglares, nos daban la sensación de que aquel paraíso era el ahora de aquel momento, únicamente para nosotros.
Me explicaba Rodri la lucha por mantener sin contaminación hotelera-turística aquella zona por parte de los lugareños, muy mentalizados por la conservación de la Naturaleza. Vale la pena el esfuerzo.
Julio tripuló la embarcación con destreza por entre los canales para salir a mar abierto y en dirección a la isla Caracol. En un cerrar y abrir de ojos salimos de aquel laberinto de islitas donde no se ve el horizonte marino, hace falta conocer muy bien el territorio, de no ser así se puede estar dando vueltas a lo mismo horas y horas.
“Aquella es la isla Caracol” dijo Julio, nuestro capitán.
Como a una milla de donde estábamos se divisaban dos o tres islotes muy unidos.
Julio me preguntó si sabía nadar, le dije que sí. Él sonrió, yo di tranquilo el último trago de sangría, adiviné su intención y opté por sentarme en un asiento de popa. Aún no acababa de agarrarme con fuerza a cualquier cosa que sobresaliese, cuando la lancha parecía una pelota dando saltos sobre las olas del mar a toda velocidad. Intenté tomar un trago pero el viento sacó la sangría del vaso y me la estampó en la cara y el pecho. Fue entonces cuando giré la vista y vi que Rodrigo estaba sentado paralelo a mi, nos miramos, sonreímos disimulando el “canguelo”*, y volvimos la mirada hacia delante para evitar que el viento nos arrancara la cabeza. No me arrancó la cabeza, pero sí la gorra, que cayó al agua. Grité y el capitán paró la lancha, Rodri se lanzó al mar y la rescató.
De nuevo la punta de velocidad que daba la lancha, sembraba perdigones de agua salada por todo mi cuerpo.
Y descubrí que me estaba riendo desaforadamente, divirtiéndome como un niño. Sentí que existen momentos con una extraña conjugación para desatar amarras a la felicidad; era uno de ellos.
Los ojos de Rodrigo me decían lo mismo sin hablar.
Belleza paisajística, sangría “Coño”, amistad, diversión juvenil contagiosa, y muchos nudos desatándose en una lancha sobre las olas, dan como resultado alegría sin complejos, felicidad natural.
Llegamos a la isla, isla de manglares donde no se puede desembarcar por ser toda ella un enjambre de arbustos entrelazados, pero a sus pies vi el agua más transparente del mundo.
Lanchas y barcas de lo más variopintas, con sus anclas echadas, servían de comedor, salón de juegos, asador improvisado, pista de baile, lugar de encuentro entre amigos con algunas copas de más. Voces en español y en inglés y risas en cualquier idioma, chapuzones y remojones.
Echó el ancla Julio y nos lanzamos todos al agua. Cubría un poco más arriba de la cintura, podía ver mis pies con claridad desde fuera del agua, y su temperatura era ideal. Nos metimos nadando por un pasillo entre los manglares y buceando pude ver las raíces hundirse en la arena, formando una barrera natural a las tempestades, a la dureza del mar, una protección para los habitantes de la costa.
En mi afán por poseer algo de aquella maravilla, en una de mis inmersiones vi cantidad de caracoles de mar diminutos, agarré un puñado y lo guardé en uno de los bolsillos de mi bañador.
Ya de vuelta, junto a la embarcación, la mecha había llegado al depósito de los explosivos, y los vasos de vino y cervezas corrían de manos a bocas. Cuando los vapores etílicos ya se habían conjugado con nuestros humores corporales, las risas, las bromas, los gestos distendidos, las torpezas al pronunciar, las risas que provocaban dichas torpezas, hizo que disminuyese en gran medida la distancia de edad entre las dos parejas jóvenes y el par de amigos ya maduros.
Allí pasamos un tiempo sin tiempo hasta que a alguien se le ocurrió que podíamos ir a ver cómo cae el sol en el horizonte a una playa cuyo nombre no recuerdo. Todos aceptamos la sugerencia. Subimos a la barca, y entre el sonido amortiguado dentro del frigo de los cascos de las botellas de vino vacías y las risas continuadas, ya con menos prisas que en el viaje hacia la isla Caracol, pasamos por una zona entre manglares cuyas aguas cambiaban de color según de dónde venía el viento, capricho de la naturaleza que no nos pasó desapercibido.
Llegamos a una playa donde cuatro o cinco familias disfrutaban de aquella maravilla natural entre rocas erosionadas por el mar, dejando su superficie suave y apta para abandonar los cuerpos sobre ellas, y con un ligero movimiento dejarse caer al agua, cuando ya está uno saturado de sol.
Allí durante unos minutos nos dimos un chapuzón, pero pronto zarpamos hacia la playa que proponía Rodri, y fue allí donde el sol, como un disco dorado, después de un ligero equilibrio sobre la línea del horizonte, fue escondiendo su melena luminosa.
A esas alturas de la tarde, nuestras individualidades habían llegado al estadio del nirvana. Las sonrisas se habían convertido en beatíficas, las miradas eran de profunda admiración por el compañero y amigo, los movimientos lentos de cosmonauta agradecido, nos acercaban unos a otros para celebrar con el ocaso el gran tesoro de la amistad.
Esa noche, ya en casa, vacié mis bolsillos sobre el aparador y recordé que en el traje de baño llevaba caracoles de mar, los que deposité junto a la billetera.
Dormí sin altibajos, y al despertar y bajar de la cama descalzo para ir al baño, sentí que pisaba algo que hería mis pies. Encendí la luz, y pude observar que los caracoles eran en realidad cangrejos ermitaños diminutos que se habían tirado desde lo alto del aparador y caminaban hacia la puerta de la habitación, todos en dirección al mar.
Un día más en el Paraiso.
* canguelo m. coloq.
1. Miedo, temor.
[Del caló de cf. hindi canguelo,kandelagandh ]
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