Me encierro todo el día, apago cada sonido, apenas respiro e intento no moverme, me acuesto en el piso queriendo ser una piedra.
Mi corazón palpita demasiado fuerte, ahora logro percibirlo. Cierro los ojos y siento, cada latido me hace vibrar el pecho levemente. Escucho con cuidado ese rumor grave de mi sangre que circula, me imagino un tambor de piel y me cuento una historia.
Hace miles de días un hombre paseaba por el camino que él había trazado en medio de un bosque. Este hombre vivía solo con sus animales en una choza que él mismo había edificado con paja y barro. Este hombre compartía su espacio y sus días con tres perros, un chancho, seis conejos, un burro, dos gallos y algunas gallinas.
Los perros lo acompañaban cuando el hombre salía en la madrugada a pasear. Le gustaba caminar, subir y bajar cuestas, atravesar riachuelos y abrirse camino hasta llegar a una laguna de agua transparente, donde la luz del sol fragmentada por la sombra de los árboles se reflejaba titilando como destellos sobre el agua. El hombre siempre se quedaba parado viendo este espectáculo, lo contemplaba un rato, sin acercarse mucho a la orilla, y luego veía la laguna en toda su extensión desde un montículo de tierra que se elevaba en medio de un campo abierto. Sus perros se lanzaban al agua o se perdían entre juegos y cacerías por los pajonales. El hombre resoplaba y, sobre un espacio limpio de pasto y rodeado de sigses, se echaba a dormir.
Vuelvo a abrir los ojos, siento mi estómago retorcerse, me está reclamando alimento, me pide ser saciado. Pero no quiero tener hambre y ya ni siquiera tengo sueño, así que sigo acostado sin moverme.
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