Es hora de preparar el viaje. El protocolo de siempre, abrir maletas, armarios cajones. Elegir que llevarse, que dejar. Siempre olvidas algo en esa selección, algo que no sabrás qué es hasta que lo necesites. Esta vez estaba dispuesto a no olvidar nada. Por eso abrí absolutamente todos los cajones, incluso ese que hace tanto que no abría.
Es ese cajón, si no viejo, si con años ya. Arrumbado en una esquina de la casa, cobijado por un mueble de barniz mateado por los años, y con muchos rasguños y algún desconchón profundo, sobrevive ese cajón. El mueble pasa desapercibido entre el mobiliario de la casa, siempre oculto tras la puerta del pasillo, que permanece abierta las veinticuatro horas del día. Como protegido por esa puerta, el mueble da hogar y lugar al cajón de mis recuerdos.
Cuesta abrirlo. Chirría cuando tiro de el. Como si se quejase por despertarlo de su largo sueño. Dentro de el está todo revuelto, trozos de sueños no cumplidos, restos de nostalgias olvidadas, reflejos rotos de lo que fui, fotos que el tiempo colorea ya de sepia, un anillo, unas viejas gafas que no quieren volver a ver lo que vieron, cartas de bordes desgastados, una pluma estilográfica que apenas usé, la letra de una canción que escribí y un olor a pasado como amalgama de todo aquello. No encontré nada que llevarme de viaje, pero fue el lugar donde más busqué.
Entro en mi coche, enciendo el motor, y me sorprendo sonriendo. La sensación de que algo me falta no está esta vez conmigo, como fiel compañera de viaje que siempre ha sido. Quizás porque rebusqué en mi cajón y esta vez, sea lo que sea, sé que no lo olvido. Se donde está y se que viene conmigo. No dejo nada atrás.
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