Hoy leí un cuento interesante, que logro hacer lo que nadie intentó, y que desde hace mucho tiempo no sucedía. Hoy las páginas blancas de un libro por escribir me contaron una historia que me llego al corazón. Una tras otra las páginas blancas me vendían una ilusión, la ilusión de crear, de decir lo indecible, de contarle al mundo lo que habita en un rincón oscuro y frío de mi alma. Sus susurros se volvieron letras en mi cabeza, se convirtieron en palabras hermosas, en las cosas con las que de niño soñaba, cuando soñaba despierto.
Leí con mucho detenimiento lo que no estaba escrito, prestando atención a lo inexistente, volteando una a una las alas de mi destino, esperando que este cuento nunca llegue a terminar. Todo era como un sueño del que no quería despertar. Me hablaba, el libro, y me describía lo que había en el, a veces en prosa, a veces con versos. Todo era bello, todo era hermoso, hermoso como los sueños de juventud, como palacios de cristal apoyados en la arena. Cada cosa que decía hacia volar mi imaginación. Hablaba cantando, yo oía y escuchaba, soñaba y reía, vivía soñando.
Después de horas de páginas vacías y de la más bella historia jamás contada sentí como me acercaba a lo inevitable de las últimas páginas del libro, al final de un cuento, y lloré sin haber visto el final. En las ultimas paginas el libro me hablo otra vez y me dijo que no llore y que escriba en el, que escriba lo que el me provocó. Y me dijo, por favor, que no profane sus páginas con mentiras, sino que con la inocencia de un niño ponga lo que sale del corazón, que no sean verdades a medias mezcladas con la cruda realidad, solo maravillosas poesías y cuentos de hadas y dragones. Entonces, seque mis lagrimas y lo abrace, y le prometí solo la más pura verdad. Aquella verdad que solo pueden ver los niños y los borrachos de la calle, y uno que otro escritor enamorado y sincero que también ama las palabras invisibles y las conversaciones de los sordos sin las señas. La última página sonrió, y con un murmullo confeso que estaba feliz.
Empecé a escribir y al final me senté a leer. Ya no me hablaba, yo ya no escuchaba, solo leía palabras frías y sin vida, palabras que no se movían con el soplar del viento, pero que me recordaban todo lo que viví en mi libro de páginas blancas.
Lo vi, y lo sentí marchito, entonces lo queme en el fuego de la chimenea y sonreí por ver como todo esto había cumplido su cometido. Ahora tenía que leer, leer y escribir. Escribir historias y poemas, lo que salga de mis manos, lo que fluya del corazón, escribir bien, escribir mal, explicarme a mi mismo y a los demás el sin sentido de la vida y la locura de los cuerdos. Escribiendo así y tratando de encontrar en mi ser y de sus manos nuevamente la más bella historia jamás contada.
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