(Cuento presentado en el "Reto prosa 10", de julio de 2008.)
Me recibió la arena caliente y las corridas de los bañistas con sus apuros debajo del sol, me acerque al agua y elegí un sitio vació donde dejar mis sandalias y la mochila, hasta que llegara mi familia.
Miré el borde reluciente de la playa y la tentadora frescura del agua, los pájaros revoloteando la superficie azul lejana y las zambullidas de la gente esquivando el azote de las olas.
Dejé mis cosas, me saqué la remera y me senté esperando en el sitio que había demarcado para pasar la tarde. Me rodeaban los vecinos alejados, los paseantes, los vendedores de artesanías.
Lo noté a unos metros míos, sentado en medio de muchas toallas, bolsos y sandalias, mirando hacia el mar como buscando algo perdido. No tardé en darme cuenta que miraba a un grupo de chicos que jugueteaba entre las olas.
Era delgado, demasiado alto, demasiado desgarbado, con la cabeza revuelta de tanta sal en su pelo. Se le marcaban las costillas en su enrojecido cuerpo y arrodillado sobre las olvidadas pertenencias del grupo, se podían ver sus piernas flacas doblarse sobre sus rodillas.
Esperaba tal vez alguna señal, quién sabe, del grupo lejano.
Dos chicas de su edad llegaron al revuelto de toallas y se sentaron junto a él. Detrás de ellas, dos muchachos las siguieron, las tomaron de las manos y las arrastraron entre risas al mar.
Él se quedo mirando cómo se iban.
Al rato el grupo volvió en masa y se acostó sobre las esteras, llenando de risas y gritos el vecindario de bañistas. Todos juntos cantando y retozando como cachorros, menos él a un costado, mirándolos con una sonrisa pero alejado del grupo.
La tarde continuó mientras yo presenciaba aquel reflejo de otro verano, en que otro muchacho demasiado alto, demasiado desgarbado, con la cabeza revuelta de tanta sal en su pelo; miraba a otro grupo inaccesible para él. Un verano amargo e inolvidable a la vez, en que las cosas no habían salido como se esperaba y en que el retorno a la ciudad había sido un alivio más que un pesar.
Miré, recordé y casi sentí la lejanía de quienes lo rodeaban y el vacío en el estómago que experimenté en aquellos tiempos tan lejanos ahora.
El grupo jugó y chilló hasta que el calor lo volvió a invitar al agua. De a dos y de la mano corrieron al mar y de a poco se quedó solo hasta que la última pareja desapareció entre las olas. Se acomodó en la arena con sus brazos extendidos hacia atrás y sus hombros pincharon el sol con su delgadez. Miró hacia los costados como para disimular su soledad sin sospechar mi vigilia.
Final 1
Nadie se percató de su presencia y nadie echó de menos su partida. Miró la hora en su reloj, levantó su toalla, se calzó sus sandalias y con toda su altura y delgadez caminó hacia los paradores en el borde de la playa. Se perdió entre la gente y lo último que vi de él fue su pelo revuelto por la sal.
Mi familia llegó al momento y mi mujer me preguntó que hacía. Con cierta tristeza le contesté que miraba un reflejo
Final 2
Nadie se percató de su presencia y nadie echó de menos su partida. Miró la hora en su reloj, levantó su toalla, calzó sus sandalias y con toda su altura y delgadez caminó hacia los paradores en el borde de la playa. Una chica bajita y regordeta lo esperaba en el borde de la calle. Se colgó de su cuello, lo besó efusivamente y se perdieron abrazados entre la gente. Lo último que vi de él fue su pelo revuelto por la sal y el pareo colorido de ella bamboleándose.
Mi familia llegó al momento y mi mujer me preguntó que hacía. Con una sonrisa le contesté que miraba un reflejo.
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