La escasa luz rasguña mis ausencias mientras voy inventando mis memorias. Aclaro la imagen y su pelo brilla: está ahí sonriente, se moja en los paisajes de las sábanas, en los linderos, en las raíces.
La escasa luz parpadea incierta, ilumina la atmósfera y la figura se torna difusa, su piel se extingue en las sombras. La estoy diseñando de nuevo, reconstruyendo el pasado difuminado. Es a ratos una y después otra, es de pronto arrogante y luego sumisa.
La escasa luz me esconde de sus ojos, de sus manos que atrapaban colibríes, de sus momentos de brillo y atmósfera fina. Busco algún vestigio de su existencia; revuelvo el café, rastreo huellas en el mantel, hurgo en el closet. Me escabulló en el ático. Pretendo olfatear alguna media de seda o toparme con su barniz para las uñas. Me estrello en las dudas. Nada parece delatarla, ni una sonrisa extraviada o un ademán desvanecido. Cierro los ojos y la focalizo, está ahí, entrando en mi vida. Tiene un nombre que no puedo recordar, sé que forma parte de mi pretérito. Por ahí debo conservar algo suyo.
La escasa luz se vierte en su voz que circunda mis sentidos. Como antes me regoloteo en su aliento y voy deletreando cada una de sus palabras. Paladeo el asombro de su cuerpo al avanzar ante mis ojos. De tanto imaginarla le he dado sentido. He esculpido un trozo de fantasía. Ella, aún sin nombre, se atreve a brillar ante mis ojos, casi puedo tocarla en la penumbra. Me levanto y camino hacia la puerta, entonces alguien abre y me mira.
— ¿Qué haces con la luz apagada? —dice, al tiempo que entra y contempla la luz de la vela. Luego pasa sus dedos por el interruptor e ilumina la estancia, en ese momento, de golpe, desaparecen las sombras y la miro en silencio.
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