No recuerdo bien donde la conocí, se confunden en mi mente imaginación y recuerdos. El nombre sí que lo tengo claro y grabado en la memoria, Gilda. Tengo claros y grabados también sus grandes ojos azules encasillados en aquella cara tan perfectamente esculpida. Sería ella un poco mayor que yo, quizás unos cuatro años. Para ese entonces, contando yo con unos 16, la diferencia era lo suficiente como para que aquella beldad me tomase a guasa. Italiana como era, me parecía un sueño de mujer. La verdad no es que me lo pareciera, era un sueño que se había materializado frente a mí, una joya encerrada en un cofre, una escultura italiana en el trópico. ¿Quién sabe que oscuros designios del destino habían llevado a la familia de aquella princesa, hasta aquel paradisíaco paraje en el Centro de América?
Al poco de conocerla –insisto, sin recordar ni como, ni donde- aceptó, diciendo sí con su apetitosa boca, a que yo la visitara. Eso sí, me dijo con su sensual manera de hablar, que no podría ser en su casa, tendría que ser en el club privado que ella frecuentaba durante largas horas, porque si su padre se enteraba nadie sabía lo que podría pasar, ella tenía prohibido de manera terminante relacionarse con personas que el padre no hubiese indicado.
Llegó el día soñado, el guardia en la entrada del club tenía mi nombre en su lista y me dejo pasar indicándome que la señorita Gilda me esperaba en el área de la piscina. Era una despejada y calurosa mañana. Allí estaba ella, tomando el sol con un pequeño bikini color turquesa, con esa piel dorada como la miel, el cabello largo caía sobre su perfecta espalda, mis ojos no sabían en donde detenerse, toda ella era la perfección hecha mujer. El estado de idiotez que alcanzó mi mente, era solamente comparable a la torpeza que invadió al resto de mi cuerpo. Finalmente, tras unos cuantos torpes pasos, me encontré frente a ella. Levantó la cabeza y sonrió amablemente, mis ojos cayeron y clavé la mirada en aquellos pechos que mostraba con tanto orgullo. Ella sonrió con mayor agrado y me hablo con dulzura, me hablaba en italiano y yo no comprendía nada, tampoco me importaba, el oír su voz era suficiente para extasiarme. Así pasamos no sé cuantas horas, muchas o pocas no lo recuerdo. Recuerdo, eso sí, haber perdido el empleo por no haber cumplido con las entregas de esa mañana, recuerdo también lo poco que me importó.
Terminamos la conversación con una nueva cita para la semana siguiente en ese mismo lugar.
La semana siguiente llegó, pero ella no.
Me sentí deprimido, muy triste y abandonado. Pensé en lo poco que yo le debía importar a aquella excepcional mujer y regresé a casa. Tomé un diario y en las primeras paginas encontré la repuesta a su ausencia, la noticia daba cuenta de la fuga de unos estafadores italianos que habían huido del país con no sé cuantos millones de dólares. Yo, continué mi vida con la eterna ilusión de haber conquistado a una de las mujeres más hermosas del planeta... talvez a la más hermosa.
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