Al final de las Sombras
Capítulo II - Piel de Sueños
por Cienno
Mi existencia no podría ser humanamente soportable de aquel maratón de calvarios y suplicios. Los recuerdos agonizaban dentro de si mismos al mínimo intento de recuperarlos, era como si extendiese mis manos hacia el etéreo aire e intentara abarcar la inmensidad solamente con mis palmas desnudas y mis dedos vacilantes. Los senderos por los que transitaba, más por instinto que por decisión propia, se torcían y confundían por entre los bodegones abandonados, otorgando una sensación de abandono y frustración a mis anhelos de encontrarme a mi mismo. Sentía hervir mi cabeza y hacer ebullición de todo lo que aún guardase.
Las nubes en lontananza, oscuras e indescifrables, suaves y volubles, meciéndose en sincronía con los furentes vientos que se precipitaban con singular audacia por entre los resquicios existentes entre muros y paredes, parecían querer escapar y sentirse libres solo por un momento, aún a costa de su propia integridad. Sus lágrimas caían desde alturas insospechadas, silbando y pidiendo clemencia segundos antes de estrellarse en el pavimento y desintegrarse en cientos de recuerdos. Algunas de ellas se reconfortaban al humedecer levemente mis ropas, mis brazos y mi rostro.
Las zancadas coléricas que me hacían deambular por allí se convertían paulatinamente en pasos firmes y eufóricos, clementes y moderados. Pequeños riachuelos de frescura corrían dentro de mis ropas, deslizándose con soltura hasta llegar a mis extremidades inferiores.
El ígneo pesar de mi cabeza iba menguando, permitiendo recobrar mis capacidades mentales. Un atisbo de inteligencia surgió fugazmente, seguido de otro, y otro, y otro más, pero ahora el dolor se transformaba y regresaba intermitente en evocaciones melancólicas de sufrimientos anteriores.
De pronto, la oscuridad espesa se dispersó. Las cosas ahora se notaban tan claras cual espejos bruñidos centelleantes a la luz del majestuoso astro solar. Los senderos y caminos confluían en un solo y guiaban displicentes hacia un destino único y particular. Las ideas pasadas y presentes se unían en una sola. Ahora había elegido un nuevo eje de mi existencia, el cual guiaría mis acciones hacia el futuro.
Por fin una salida se dibujó a la lejanía, limitada por paredes de blocks grisáceos y lodosos. Mi cuerpo pesadamente se dirigió hacia ella, paso a paso, paciente e indiferente. Espinas y demás hierbas silvestres crecían por entre hendiduras con inaudita insistencia. Me sorprendió el ver una gran familia de pequeños girasoles, hacinada en un pequeño resquicio de tierra. Sus preciosos pétalos naranjas abrazando sus oscuros estambres acapararon mi atención inmediatamente, al momento en que parecían reaccionar y voltear a ver cara a cara al sol al sentir levemente sus caricias, justo en el instante en que éste se asomaba perezosamente en el horizonte, después haber sido nublado por breves instantes.
Me arrodillé junto a ellos y permanecí ahí, admirando. Pequeñísimas gotas humedecían sus tallos y resbalaban hasta llegar al apretado terreno en donde crecían, unidas a tal punto que parecían abrazarse unas a las otras de manera fraternal. Vaya que la vida se afanaba con tenaz porfía.
Quise recordar aquél momento tomando una flor y llevándola conmigo, pero me sentí indignado ante mi egoísmo. Sería más valioso el dejar que crecieran por donde quisieran, deseaba que inundaran la tierra como una alfombra de verdes, naranjas y cafés y poder admirarlas eternamente, deseando fundirme en un instante y llegar a ser parte de ellas.
Con gran pesar me incorporé, caminé torpemente hasta salir completamente de aquél laberíntico sitio hasta llegar a lo que parecía ser una carretera. Mi vista periférica ahora podía explayarse en divisar a los costados, a lo más lejos que pudiesen. Arbustos, cactáceas, maleza y piedras se levantaban sobre la tierra hasta donde el límite visual me lo permitía.
El viento seguía silbando furioso sobre mi cabeza y los rayos solares calentaban con premura mis oscuros y acartonados ropajes. Uno que otro remolinillo de arena se formaba frente a mi, giraba, se desplazaba azaroso e iba a desaparecer a los pocos segundos.
Las trémulas caricias apolíneas pronto se volvieron displicentes, disipando el olvido y disponiendo aquéllas roces a convertirse en
mudas laceraciones de creciente aflicción. Sentía esa incómoda sensación extenderse a todo mi cuerpo, a toda esa larga extensión de receptiva intuición que a veces duele, a veces agrada, y a veces sueña; a esa piel de sueños que contiene al martirio incesante de la inmundicia y el placer insospechado de la existencia. Solo hay que dejarla soñar, y tal vez, tras un ingente tiempo, esperar a que despierte.
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